Una fecha y dos lecciones
El 11-S es el día de fiesta de las fuerzas del Mal, de esas centellas sanguinarias que se pasean por la vida de las naciones cobrando el peaje en sangre de personas inocentes.
Publicado originalmente el 11-09-2002
Las fechas obligan. Y el 11-S lo hace de manera superlativa. Un año después de que todos fuéramos testigos del atentado terrorista más salvaje cometido hasta hoy, flota algo en el ambiente desde hace al menos un par de semanas que nos hace sentirnos en vísperas de un acontecimiento también inolvidable. Y la televisión nos promete reportajes tremendos, donde se revelarán todas las claves de un hecho que no ha podido ser totalmente esclarecido ni siquiera por las más eficaces y siniestras agencias de espionaje del Primer Mundo, encabezadas, claro está, por los innumerables buróes, agencias y comités del Gran Hermano.
Pero, como siempre, el que confía en las promesas de la tele -sea un reportaje con la verdad sobre los atentados a las Torres Gemelas o un anuncio de aspirina con ácido acetilsalicílico- forma parte del destacamento de los que creen en los Reyes Magos, en salir de pobres jugando la Primitiva o en que el mercado es la panacea de todos los males. Si uno tiene esas creencias y es mayor de dieciocho años, la visita al psiquiatra nunca está de mas. Aunque, como dijo algún sabio antiguo de rancia prosapia latina, de gustibus non disputandum est, o sea que para gustos se han hecho colores. Así que hay gente para todo. O, cómo decía Albert Einstein: “Existen sólo dos cosas infinitas, el Universo y la estupidez humana. Y no estoy muy seguro de la primera.”
Desde hace muchos años, el once de septiembre es para mí una fecha luctuosa, que marca un hito en la historia universal de la infamia. Los atentados suicidas ocurridos hace un año no han hecho más que ratificarlo. El 11-S es el día de fiesta de las fuerzas del Mal, de esas centellas sanguinarias que se pasean por la vida de las naciones cobrando el peaje en sangre de personas inocentes, o cuando más, culpables de querer vivir en libertad, de intentar ser dueños de su propio destino.
El primer once de septiembre que recuerdo con tristeza es el de 1973, el día del bombardeo aéreo al Palacio de La Moneda en Santiago de Chile, el día de la muerte del Presidente Salvador Allende, el día en que comenzaron las detenciones y las masacres a todo lo largo de la estrecha geografía chilena. Desde ese once de septiembre se cerraron las puertas del cambio social en América Latina, y su escaso avance, sumado a los innumerables retrocesos acontecidos en estas casi tres décadas, son testigos de ello. Muerto en Bolivia Che Guevara y clausuradas de esa manera las fantasías utópicas de llegar a una sociedad más justa por medio de las armas, la gran esperanza fue Allende, un político de izquierda, de limpísima ejecutoria, que llegó al poder mediante elecciones democráticas y que en ningún momento intentó ilegalizar a ninguno de los partidos políticos que, de forma descarada, se dedicaban a sabotear la economía del país y, en algunos casos, a jalear los asesinatos de militares constitucionalistas y dirigentes sindicales y comunales.
Es imposible decir cuántas muertes siguieron a ese día nefasto. Se habla de treinta mil, entre muertos y desaparecidos. Otros rebajan la cifra hasta la décima parte. Pero lo que nadie puede negar es que sobre Chile se abatió la siniestra noche de la represión liderada por Augusto Pinochet, discípulo aventajado del Generalísimo, que no concebía la victoria sin la aniquilación plena, y casi siempre física, de un enemigo ya rendido. Bajo su mandato, los escuadrones de la muerte dejaron de ser estructuras criminales clandestinas y pasaron a formar parte del aparato del estado, y a ser financiados por el tesoro público, la represión se extendió por todo el Cono Sur y los muertos, con un tiro en la nuca o tras largas semanas de bestiales torturas, se diseminaron por la tierra chilena, llenando fosas comunes que aún hoy siguen apareciendo.
A esos muertos, víctimas del odio, se suman las tres mil víctimas de los atentados cuyo primer aniversario estamos conmemorando ahora. Otros seres humanos que fueron privados de su voluntad, de su futuro, de sus anhelos, por una concepción totalmente genocida de la Verdad o de Dios, esos conceptos que tienen tantas caras como seres pensantes habitamos este planeta.
Que el luto por las víctimas de los fanáticos no nos haga olvidar a los muertos de aquel otro once de septiembre, víctimas de otros canallas cuyos nombres se conocen bien, pero que siguen disfrutando de una impunidad a la que espero que algún día se ponga fin. Que nuestra memoria no sea ultrajada por el lavado de cerebro de las campañas publicitarias de nuevo cuño, diseñadas para vender guerra y aniquilación en aras de la prepotencia y el mercado. Y que podamos algún día no lejano sentar en el mismo banquillo, ante el Tribunal de la Humanidad, al menos a dos de los más notorios abanderados del eje del mal: Henry Kissinger y Osama Bin Laden.