Justo Vasco

Privación sensorial

Aunque esas técnicas prohíban las palizas y otras formas de causar dolor, estamos en presencia de tortura, simple y descarada

Publicado originalmente el 12 de enero de 2002

Siempre me causó cierta sorpresa la convicción con la que policías y jueces de instrucción de algunos países aseguran que el método de cortar todo contacto sensorial de un detenido con su entorno no constituye una tortura, sino solo un medio de presión para obtener, en menos tiempo, una confesión sincera de los delitos perpetrados. Ese método, utilizado ahora por las autoridades norteamericanas con un grupo de prisioneros capturados durante la reciente campaña afgana, se conoce técnicamente como privación sensorial, y ha sido aplicado a delincuentes comunes y opositores políticos, tanto por regímenes totalitarios como por países que se proclaman “estados de derecho”,.

Pero no nos engañemos: aunque esas técnicas prohíban las palizas y otras formas de causar dolor, estamos en presencia de tortura, simple y descarada. La finalidad de la privación sensorial consiste en destrozar elementos fundamentales de la psique de las personas, y en última instancia someterlas plenamente a la voluntad del interrogador. De ahí a la obtención de una “confesión” adecuada no hay más que un paso.

Con los talibanes y miembros de Al Quaeda confinados en Guantánamo, las técnicas ortodoxas –capuchas, mordazas, mascarillas, tampones- se completan con esposas, cadenas, sedantes aplicados a la fuerza y la obligación de mantenerse arrodillados ante sus guardianes. A ello se suma la incomunicación idiomática, el cambio abrupto de clima y la completa indefensión jurídica a que se encuentran sometidos, además de la falta total de transparencia informativa.

Otro elemento para el análisis: las leyes norteamericanas no permiten la privación sensorial. Esas técnicas de detención e interrogatorio son consideradas crueles y degradantes, atentatorias contra la dignidad humana. Por supuesto, el talibán norteamericano Walker no será sometido a nada semejante, ni siquiera comparecerá ante un tribunal militar. Será procesado por jueces civiles, con las amplias garantías que concede la legislación estadounidense a todo ciudadano, sea un infractor del código de circulación o un terrorista responsable de muchas muertes, Timothy McVeigh, por ejemplo.

La alegación de que esos hombres no son prisioneros de guerra daría risa si no sentara un precedente peligrosísimo. El propio presidente de los Estados Unidos fue quien calificó los monstruosos atentados terroristas del 11 de setiembre como “actos de guerra contra nuestro país”. ¿Y qué han estado haciendo, desde hace tres meses, tropas norteamericanas y de sus aliados en el territorio de Afganistán? Hasta ahora, al parecer, se trataba de una guerra contra una organización terrorista y un estado criminal que la acogía, la alentaba y participaba, de un modo u otro, en sus planes. Entonces, los prisioneros capturados en esas acciones, ¿qué son? Si la opinión pública internacional suscribe las artimañas del gobierno norteamericano, estaremos dando un enorme paso atrás, hasta los tiempos en que los vencidos quedaban simplemente a merced de los vencedores.

El respeto a la integridad física y moral de los detenidos es uno de los principios fundamentales y definitorios de nuestra civilización. Un estado de derecho, sus fuerzas armadas, sus cuerpos de seguridad, no pueden soslayarlos o comportarse con absoluto desprecio de sus propias normas legales y constitucionales, o de los tratados internacionales de los que es signatario. Con el tratamiento excepcional e inhumano a los detenidos en Afganistán, las autoridades norteamericanas escarnecen la memoria de los miles de víctimas inocentes que perecieron víctimas del odio irracional en las Torres Gemelas.