Pasiones tras un pañuelo
La cultura occidental de igualdad y respeto de los derechos de la mujer carece de la solera suficiente para andar por el mundo con aire doctoral, proclamando su superioridad incontestable.
Publicado originalmente el 5 de febrero de 2002
El primer capítulo del culebrón, que bien podría titularse “El pañuelo de Fátima”, ha tocado a su fin por el momento, con un momentáneo triunfo de la lógica más elemental, aunque los avances de próximas entregas anuncian nuevos conflictos, acusaciones, demandas y dramáticos encontronazos.
Y digo culebrón, porque lo que hubiera sido un excelente pretexto para promover un razonamiento humano y civilizado sobre la relación entre los emigrantes y la población local, y sobre los siempre presentes y difíciles problemas de la convivencia y las diferencias culturales, se ha transformado lamentablemente, no sin ayuda de los medios de comunicación, en galope de emociones brutales y aluvión de despropósitos.
El pañuelo que cubre la cabeza y oculta el cuello de esta niña de 13 años, hija de emigrantes magrebíes, no es más que un elemento anecdótico. Tomado así, por su valor facial, no tiene más importancia que una gorra de béisbol o una camiseta con tacos en inglés, prendas que se pueden ver en muchas escuelas o institutos de enseñanza pública de España. Lo que preocupa, con razón, es su significado más profundo como posible elemento de discriminación sexual, uno más entre diversos hábitos sociales, vigentes en países donde predomina la religión islámica y, sorprendentemente, aceptados e incluso defendidos por buena parte de la población femenina de esas naciones, aunque la corrección política y el progresismo tópico no aconsejen hacer esta última acotación.
Sin embargo, hace años que en muchas aulas de diversas regiones españolas conviven cabezas cubiertas por pañuelos con cabezas descubiertas, de la misma manera que conviven cabellos cortos y rizados con cabellos lacios, pieles de diversas tonalidades y alumnos de diferentes orígenes nacionales. No tantos como correspondería a un país del primer mundo que, en la voz de sus políticos y dirigentes, defiende la existencia de un mundo globalizado.
No hay la menor duda de que las relaciones entre culturas laicas y culturas donde las creencias religiosas se manifiestan fuera del ámbito doméstico o individual son difíciles, y cualquier acercamiento exige voluntad y tolerancia por ambas partes. Es verdad que hay grupos de inmigrantes reacios a manifestar esa tolerancia, a veces por carencias culturales, y a veces como reacción defensiva ante la intolerancia local, que adopta diversos matices, desde la simple y llana explotación laboral hasta actitudes de acoso, rechazo, o simple discriminación.
Integrarse en la sociedad que los recibe es tanto un derecho como un deber de los que llegan a vivir aquí o a cualquier país que no sea el suyo. Pero hay quien supone que la integración significa simplemente la desaparición de la cultura ajena, la renuncia a cualquier elemento distintivo en todos los sentidos de la vida. Y eso se pretende justificar con alegatos sobre la superioridad de una cultura con respecto otra.
En España, hasta no hace tanto, la mujer necesitaba la autorización del marido para trabajar, de maestra, secretaria o dependienta en la mayoría de los casos. En Inglaterra, hace menos de un siglo, las mujeres que pedían su derecho al voto, eran apaleadas salvajemente a las puertas del parlamento. Y los únicos países europeos que establecieron la absoluta igualdad salarial entre hombres y mujeres –cosa con la que sueñan hoy muchas españolas- fueron los estados totalitarios de la órbita soviética.
La cultura occidental de igualdad y respeto de los derechos de la mujer carece de la solera suficiente para andar por el mundo con aire doctoral, proclamando su superioridad incontestable. Y me gustaría saber cuántos de los santos varones que el lunes por la tarde inundaban las centralitas de una estación de televisión local para airear en las ondas su repulsa y su justa ira ante ese pañuelo de la discordia, ese elemento discriminador, han fregado alguna vez en su vida un plato en casa.