Paradojas del retorno
Las razones para emigrar son muchas y variadas, aunque mayoritariamente se reduzcan a una: supervivencia.
Publicada originalmente el 3 de diciembre de 2003
Centenares de asturianos, que en su tiempo emigraron a otras tierras y ahora, en su vejez, han regresado al lugar de donde partieron, están comprobando día a día aquella verdad filosófica enunciada por un pensador griego hace casi veinticinco siglos: no es posible bañarse dos veces en el mismo río.
Las razones para emigrar son muchas y variadas, aunque mayoritariamente se reduzcan a una: supervivencia. Porque es verdad que la mayoría de los que emigran lo han hecho con el objetivo de huir del hambre causada por la falta de medios de vida, o de la violencia homicida, sea de una banda, un partido, una iglesia o un estado. Y los que hemos dejado el país natal por otras causas, quizá más personales y a primera vista menos perentorias pero igualmente válidas, somos minoría en el enorme flujo de seres humanos que, a lo largo de la historia, ha cruzado océanos, cordilleras, desiertos y extensiones heladas en busca de una existencia viable.
Desde Suiza y Alemania hasta México y Argentina, la emigración asturiana ha llegado casi a todas partes. La historia española a lo largo del siglo XX, y la asturiana como parte inseparable suya, han sido fuente constante de exclusión, violencia y desesperanza, empujando a multitudes de hombres y mujeres hacia un destino lleno de incertidumbre y nostalgia en el mejor de los casos. Ahora, en el ocaso de la vida, azuzados por fenómenos semejantes en sus patrias de acogida, muchos han preferido regresar al terruño.
Pero resulta que el río ha cambiado. Las aguas no son las mismas, da lo mismo que fluyan por fuera o por dentro de la piel. La cultura que dejaron atrás esos emigrantes es otra, en muchos sentidos mejor, más avanzada, pero en otros no. La bonanza económica, en comparación con la Asturias de la que partieron, es obvia, pero no hay un lugar para ellos. Y la sustitución de muchos lazos humanos –lo único que, en ocasiones, salva a las personas de la desaparición en tiempos de crisis- por la fiebre del consumo y la moda de la inmediatez más superficial, deja a los recién retornados fuera de juego, como caminando entre sordos y ciegos de espíritu. En lugar de lecciones vivas de historia, de emisarios de un pasado duramente vivido, de portadores de una cultura mixta, forjada en su tierra natal y en el país donde hicieron luego su vida, para muchos de sus sobrinos o nietos no son más que vejetes que cuentan batallitas. Y, para las administraciones de todos los niveles, no pasan de ser otro incordio, más o menos útiles en ciertas fechas patrias.
Quedan bien los viejitos emigrantes cuando regresan al terruño durante un par de semanas. Homenajes continuos, familiares desconocidos que sonríen, alcaldes que practican oratoria de altos vuelos, secretarios de estado que dan enjundiosas entrevistas a órganos de prensa, sazonadas con todo tipo de estadísticas demostrativas del aporte de la emigración a la vida de diferentes naciones a este o al otro lado del océano… No digo que esté mal, no, aunque en ocasiones ese reencuentro con las raíces tenga, para los organizadores y las empresas colaboradoras, muchos momentos publicitarios, más de los que serían deseables. Pero lo que pretende el emigrante que regresa en el ocaso de la vida no es eso. Sobre todo cuando no vuelve para hacer turismo, sino para intentar afincarse de nuevo en el sitio donde nació y pasó sus primeros años.
Tampoco digo que sea posible conseguir todo lo que anhela el corazón del emigrante que retorna. Aunque sea porque muchos de esos deseos son dictados por la nostalgia, y como ya se sabe, la añoranza se refiere a un lugar en un tiempo definido, y el tiempo, como el agua en un cesto de mimbre, es imposible de retener. Pero hay cosas imprescindibles que, más allá de cualquier posición política, deberían estar garantizadas a un nivel digno: la vivienda, las pensiones, la atención médica, sicológica y social.
Olvidarnos de ellos, soslayar su regreso atrincherándonos en razones burocráticas o rigideces presupuestarias, dilapidar su experiencia vital, omitir el enorme acto de amor y desesperación que los impulsa a cortar por segunda vez sus raíces, diría bien poco de nosotros como colectivo humano.
Miremos a los ojos de nuestros emigrantes retornados con la mano tendida. Podrían ser, y de hecho algunos son, nuestros padres o abuelos. O los padres y abuelos de amigos queridos. Y pongámonos, por un momento, en su lugar. Un poco de imaginación. Nada más que eso.