Justo Vasco

La opinión unánime

En los últimos tiempos asistimos al deplorable espectáculo de gobiernos democráticos de países desarrollados que pretenden lograr la unanimidad a la fuerza, mediante compulsión moral o presiones propagandísticas.

Publicado originalmente el 2 de octubre de 2002

A lo largo de las décadas que viví en países del llamado “socialismo real”, uno de los fenómenos que más me llamaban la atención era el de la unanimidad generalizada, bien a la hora de apoyar a los gobernantes, de flagelar a los enemigos internos o externos del sistema, o en las elecciones a cargos públicos, que se convocaban con cierta regularidad, de acuerdo a leyes electorales que no se diferenciaban tanto de las del resto del mundo, y en la que la participación era también unánime, superando siempre el 95 % de los electores.

La explicación resultaba bastante fácil, tomando en consideración los diversos trucos empleados por el poder para evitar cualquier disidencia, ni siquiera aquella que alguien podría verse tentado a expresar en la soledad silenciosa de una cabina de votación. Había de todo, desde el método soviético, con un único candidato en la papeleta, hasta el método cubano, donde por propia experiencia pude ver cómo mis votos en blanco y los de varios amigos se contaban como anulados para no reconocer ni siquiera la abstención. El resultado final daba siempre una ventaja aplastante a los candidatos únicos dictados por el poder, y la total inexistencia de órganos de prensa ajenos al férreo control del estado impedía cualquier denuncia por tibia que fuera.

En sociedades donde el ciudadano cuenta con diferentes posibilidades para expresar su opinión sobre una serie de temas importantes, esa unanimidad sería imposible, y absolutamente indeseable. La libertad de reunión y de manifestación, y la presión que pueden ejercer las personas sobre todo en períodos preelectorales, impiden el control total de la opinión pública, que los grandes poderes económicos persiguen por otros modos y preferentemente en ámbitos ligados a la vida económica de personas y colectivos.

No hablo de libertad de expresión, pues ni siquiera en las sociedades más democráticas es fácil publicar un diario o ser dueño de una emisora de televisión o de radio. Ni siquiera resulta barato en Internet, ese medio democrático y caótico por antonomasia, que lentamente va entrando por el aro a medida que las duras realidades del mundo real se superponen a los vientos libertarios del mundo virtual. En el primer mundo y en algunos países subdesarrollados, la auténtica libertad de expresión -es decir, la libertad de todos para dar a conocer sus opiniones a la mayor cantidad de conciudadanos posibles, por definirla de alguna manera- es sustituida, con mayor o menor éxito, por los intereses contrapuestos de los grupos que controlan los medios, que dan lugar a visiones y análisis divergentes o, al menos contrastantes.

Sin embargo, en los últimos tiempos asistimos al deplorable espectáculo de gobiernos democráticos de países desarrollados que pretenden lograr la unanimidad a la fuerza, mediante compulsión moral o presiones propagandísticas de todo tipo en unos casos, o en otros mediante la aprobación de leyes que reducen las garantías legales que caracterizan a los estados democráticos de derecho. Para evitar la crítica, o al menos el desconcierto, se apela a simplificaciones (“los que no están con nosotros están contra nosotros”), a formulaciones que encubren la realidad de los problemas (“entre George Bush y Saddam Hussein sabemos con quién debemos estar”) y a una torcida lógica de razones imperiales que no tiene nada de nuevo en la hexamilenaria historia de la humanidad, salvo los medios mediante los cuales se difunde un torrente de falsificaciones, mentiras, medias verdades y, en el mejor de los casos, verdades sesgadas sin contrapartida.

Lo más triste es que esas actitudes autoritarias, que se pretende justificar con doctrinas de seguridad nacional o presuntos choques de civilizaciones, han calado hasta cierta medida en los medios de prensa. Las opiniones en contra no ocupan un lugar destacado, el espacio que se otorga al análisis de encuestas que demuestran la oposición de la población a una nueva guerra, por ejemplo, es muy inferior al que se destina a especular sobre las consecuencias de la lesión de un futbolista, y las voces disidentes del anónimo ciudadano de la calle apenas encuentran tímido refugio en las cartas al director.

Pero los problemas que están ahora en la palestra, esos que se quieren simplificar hasta el absurdo, son cruciales. Se puede decir que son los mismos que enfrenta la humanidad desde sus albores, pero con seis millardos de seres humanos habitando el planeta, estamos ante un caso en que lo cuantitativo se convierte en cualitativo. Y no es acallando el debate y sustituyendo el razonamiento por consignas de fácil digestión como podremos buscar soluciones que nos permitan seguir avanzando. Si es que las hay.