Justo Vasco

Impresiones al paso

Vivimos en un país donde, según unos señores que sonríen ante la cámara, no pasa nada o todo va bien, y según otros de ceño adusto las tendencias centrífugas de criminales nacionalistas están a punto de destrozarlo.

Publicado originalmente el 15 de noviembre de 2004

Tengo un buen amigo, en verdad un hermano, que todos los años viene a Asturias a pasar unas semanas. Parte del tiempo compartimos nuestro hogar con él y cuando comemos juntos delante del televisor, al oír las noticias del telediario, repite siempre con aire de congoja: “No puede ser.”

Mi amigo viene del Tercer Mundo, ese espacio geográfico que nos parece tan ajeno a pesar de ser mayoritario en el planeta, donde todo es posible, digo todo siempre que no se trate de justicia social, desarrollo, tres comidas diarias, niños sanos y con la educación garantizada y cosas por el estilo, tan privativas de los que vivimos en la parte desarrollada del planeta (y ni siquiera de todos). Y aún así le horroriza la selección de hechos que se muestran en los informativos.

Creo que tiene razón en muchos sentidos. Si la única fuente de información fuera la televisión estaríamos viviendo en un país donde no existe ciencia ni avances tecnológicos, donde los artistas aparecen mayormente para airear sus intimidades en público -de modo voluntario o con ayuda de unos personajes autodenominados periodistas, que remueven el pus en nombre de una “libertad de información” que nadie en verdad parece reclamar-, o para protestar contra otra barrabasada del gobierno, y solo muy de cuando en cuando, en los últimos treinta segundos de cada telediario o en programas que se emiten de madrugada, hablan de sus libros, películas, espectáculos de danza, obras de teatro, cuadros o esculturas.

Vivimos en un país donde, según unos señores que sonríen ante la cámara, no pasa nada o todo va bien, y según otros de ceño adusto las tendencias centrífugas de criminales nacionalistas están a punto de destrozarlo. En un país donde, como aseguran muchos obispos, se persigue con saña a los que profesan la fe católica y se somete a linchamientos de todo tipo a sus fieles, con los ministros del gobierno manejando el látigo o encendiendo las hogueras.

En nuestro país, al parecer, el único deporte del macho, además del fútbol, es matar a sus parejas, la única actitud de la mitad femenina de la población es esperar a que sus asesinos las alcancen en cualquier sitio, sea la calle o la casa familiar. En este país no existen mujeres que hayan logrado educar solas a sus hijos, romper la coyunda de la tradición servil, terminar estudios universitarios, hacerse respetar a pesar de dos mil años de machismo social, político, cultural y religioso. Esas mujeres, en las que se encierra la esperanza de que los machos trogloditas desaparezcan con el tiempo y la educación, apenas aparecen en los telediarios, en el mejor de los casos son una anécdota para el día en que hay poca sangre que mostrar.

Si seguimos haciendo caso a los telediarios, de este país no ha emigrado nunca nadie, sobre todo sin papeles, y las pateras, cuyo tratamiento informativo casi siempre es paternal hasta la náusea, nos invaden con fines tan aviesos como quitarnos el trabajo o infiltrar terroristas islámicos y prostitutas subsaharianas en nuestras ciudades. Y los triunfos de nuestros atletas en competencias internacionales quién sabe de dónde salen, porque si no se trata de futbolistas, ciclistas, baloncestistas o balonmanistas, aquí no se practica ninguna otra disciplina, perdón, salvo la petanca, y eso porque la vemos sin necesidad de reportaje alguno.

En suma, las impresiones que saca un recién llegado de la tele en general y los telediarios en particular son abrumadoramente lúgubres. Y de la prensa escrita o la prensa radial quizá obtenga alguna otra información que matice un poco la histeria a la que parecemos ser tan proclives como rasgo del carácter nacional, pero el resultado no es mucho más alentador.

Y no se trata de que todos esos fenómenos no existan. Están ahí y son una terrible lacra que daña al país y a sus habitantes. Y no se deben ocultar ni minimizar. Mas no basta solo con mostrarlos en su faceta sensacionalista.

Pero no son los únicos hechos de nuestra vida, y basta caminar por muchas de las ciudades españolas para disfrutar de una tranquilidad que ya quisiera la mayoría de los norteamericanos para un día de fiesta.

Es indudable que entre nosotros, como en todas partes, existen monstruos de todo tipo, sobre todo machistas trogloditas. Pero también hay muchos hombres que entienden y promueven la necesidad del cambio, y muchas, muchísimas mujeres que ya han hecho del cambio, de su dignidad, la razón de su vida. Y de ellos habría que hablar con más énfasis.

¿No sería mejor equilibrar más la imagen informativa que se ofrece del país? Ya sabemos que un delito de sangre vende más minutos de publicidad que diez descubrimientos, o que un gol de penalty atrae más audiencia que un record mundial de salto largo o de vela. Pero, como dice mi gran amigo, no puede ser que lo único que nos entreguen en los telediarios o la primera página de los periódicos sea sangre, casquería y abuso.

Porque si eso es lo único trascendente de nuestras vidas, habría que decir como Mafalda: detengan el planeta, que me bajo.