Justo Vasco

El último recurso

Si hace falta acallar a un opositor, no hay más que estar al loro, pescarlo en algún gesto fuera de lo común y acusarlo de “falta de patriotismo”. De la misma manera, para justificar el tiro en la nuca se alega la defensa de una patria.

Publicada originalmente el 22 de octubre de 2003

Una genial frase de Bernard Shaw, el dramaturgo inglés, que recibí estos días por Internet, dice así: “El patriotismo es el convencimiento de que tu país es superior a todos los demás por el mero hecho de que tú naciste en él.” Con concisión y exactitud, define ese sentimiento que tantos y tantos muertos ha causado a lo largo de los últimos dos o tres siglos.

Y digo últimos dos o tres siglos, porque antes de eso, cuando no existían patrias como hoy las concebimos, la gente iba al matadero por motivos religiosos o de rapiña, por lealtad a tal o más cual soberano o señor feudal, o porque tenía más oportunidades de sobrevivir en el combate contra los adversarios que en su propio terruño.

Esa enajenación a lo largo del siglo XX condujo a grandes masas a tomar parte en masacres monumentales (a sus dirigentes, no, por supuesto, salvo imprevistas excepciones) en aras de la salvación de ese concepto abstracto llamado “patria”. Y en este inicio del tercer milenio no parece haber remitido en absoluto. Por el contrario, muestra síntomas de agravarse y crecer, manipulada por grupos de poder político, medios masivos y, curiosamente, por algunas grandes transnacionales, apátridas por razón de su esencia misma.

Si hace falta acallar a un opositor, no hay más que estar al loro, pescarlo en algún gesto fuera de lo común y acusarlo de “falta de patriotismo”. De la misma manera, para justificar el tiro en la nuca se alega la defensa de una patria. Los militares argentinos hicieron desaparecer a treinta mil personas para “salvar la patria”. Uno de mis parientes fachas alega que el pobre Pinochet no tuvo más remedio que ejecutar a un par de miles de rojos porque “Allende estaba entregando el país al comunismo”. Y después de eso, va tan tranquilo a misa y a comunión, y en las fiestas, antes del banquete, hay que aguantarle un sermón en nombre de un dios de misericordia que perdona los pecados.

De la misma manera, para garantizar la integridad de la patria, Fidel Castro encarcela a seis docenas de disidentes y fusila a tres jóvenes que habían secuestrado una lancha de pasajeros para huir de su sombra ominosa. Y su enemigo principal, el Emperador de Occidente, basándose en la necesidad de resguardar la Fatherland, promueve guerras preventivas por todo el mundo así como el mayor ataque contra las libertades que haya sufrido el pueblo de los Estados Unidos, gracias a que otros iluminados, en aras de una imaginaria patria árabe, causaron más de tres mil muertos en bestiales ataques terroristas.

Ni qué decir del carácter altamente letal de las patrias que defienden los hombres-bomba de Hamás y otros grupos fundamentalistas, o los terroristas de estado encabezados por Ariel Sharon y que, por ese camino, avanzan hacia su desaparición más temprano que tarde, entre ríos de sangre y el humo de las explosiones, quizá incluso nucleares.

Hace años, en una novela del escritor argentino Guillermo Saccomano, el protagonista contaba en las primeras líneas cómo, durante su infancia, llegó a creer que la patria era una terrible enfermedad, pues sólo se podía “morir por la patria”, “sufrir por la patria”, “sacrificarse por la patria” y cosas así. Ahora, viendo los telediarios, cualquier adulto podría llegar a la misma conclusión.

Lo más curioso de todo esto es que quienes organizan los trágicos aquelarres que sacuden el planeta manipulando el sentimiento de pertenencia que une legítimamente al ser humano con el lugar donde se formó y adquirió consciencia, con su lengua y su cultura, son los que siempre están dispuestos a vender esa “patria” al mejor postor, sin preguntar de dónde viene el dinero con que le pagan. Y como la “patria” también es para ellos algo totalmente abstracto, negocian sus riquezas, sus recursos naturales, el sudor –a veces hasta la vida- de sus habitantes y el futuro de las generaciones venideras y se hinchan de patriotismo en las tribunas, descalificando a todo el que pretenda poner en peligro su poder.

Tenía toda la razón del mundo el que dijo –y pido perdón por no recordar su nombre- que, a fin de cuentas, la patria es el último recurso de los canallas.