Justo Vasco

El pelo del zorro

 El teatro tiene un valor particular, íntimo y emocional, para el habitante de Rusia. La asistencia a espectáculos teatrales, siempre ha sido allí algo más que pasar un rato de ocio productivo o frecuentar un sitio donde lucir buena ropa.

Publicado originalmente el 30 de octubre de 2002

Los sangrientos acontecimientos ocurridos en el teatro de Dubrovka, al sur de Moscú, han dejado más oscuros que claros para todas las partes involucradas. Tomar como rehenes a todos los espectadores que asisten a un teatro es algo que, hasta el momento, no formaba parte del variado arsenal con que los terroristas de toda laya intentan imponer sus condiciones a gobiernos o estados. Y no es casual que eso haya tenido lugar en la capital rusa.

El cálculo de los que planificaron este acto monstruoso, llevado a cabo en nombre del pueblo checheno, parte del conocimiento de elementos sicológicos específicos, que contribuyen a darle un tinte más siniestro aún, si es posible, a esta multitudinaria toma de rehenes de tan trágico final. Y, visto en retrospectiva, no hay de qué sorprenderse: los chechenos no son rusos (russkie), pero son habitantes de Rusia (rossiane), y comparten muchas de las tradiciones culturales del pueblo que una vez pretendió, al menos de palabra, sustituir la “cárcel de pueblos” en que se había convertido el Imperio zarista por una “unión indestructible de repúblicas libres”, según rezaba el primer verso del himno nacional soviético, adoptado hace unos sesenta años, y que ha vuelto a ser el himno de la Federación Rusa, pero sin letra por el momento.

El teatro tiene un valor particular, íntimo y emocional, para el habitante de Rusia. La asistencia a espectáculos teatrales, no importa de qué género, al ballet o a conciertos, siempre ha sido allí algo más que pasar un rato de ocio productivo o frecuentar un sitio donde lucir buena ropa. Para ellos, visitar el teatro junto con la persona amada es un paso más en la realización de sus sueños sentimentales, una manera de sumergirse en un mundo superior, el de la alta cultura, en compañía de un ser especial y único. De esa manera, los teatros quedan fuera de los posibles escenarios donde las múltiples mafias dirimen sus diferencias o establecen su autoridad. En los teatros no se mata, no se extorsiona, no se grita, no se amenaza.

De eso puedo dar fe tras una relación directa de más de cuarenta años con la cultura rusa. En ningún lugar se percibe esa atmósfera de recogimiento, de devoción ante los frutos de la creación humana como en un teatro ruso. Y da lo mismo que sea el mítico Bolshoi o una humilde salita de provincias. Y, por esa misma razón, en los peores años de la represión totalitaria, era en los teatros donde se sembraban las semillas del debate, donde se hablaba, aunque fuera tímidamente, de la posibilidad de las consignas del partido único en el gobierno fueran sólo eso, consignas. Un par de ejemplos: las obras de Bulgákov en los años treinta, el teatro Taganka en los ochenta.

Por eso, llevar el horror de la guerra en su variante más criminal, la de la toma de rehenes inocentes, es una bofetada terrible en el rostro de la sociedad rusa, un escarnio a una de las pocas cosas que, a pesar de la feroz irrupción del mercado en la vida material y espiritual de los ex soviéticos, conservaba algo de las tradiciones más queridas para esos pueblos, con los que la historia ha sido cualquier cosa menos generosa. Y la solución del problema, con una enorme nómina de víctimas que continúa creciendo de día en día, es la clásica bofetada en la otra mejilla.

Es verdad que los chechenos han tenido que sufrir eso y más. Que los crímenes de guerra llevados a cabo por las tropas federales en ese pequeño territorio del Cáucaso del Norte (y que Occidente se niega pertinazmente a reconocer y condenar) son de un horror insondable, mucho más brutal que los de las tropas servias en Bosnia o Kosovo. Pero no hay nada que justifique la barbarie, y mucho menos en la lucha contra la barbarie del adversario. Sin contar que, mientras Europa mira para otro lado, los únicos movimientos de carácter civil contra la guerra en Chechenia tienen lugar entre la población rusa.

Otra de las enseñanzas de esta tragedia es la pervivencia de la consciencia totalitaria en los aparatos estatales de la Federación Rusa. La negativa de las autoridades a revelar elementos fundamentales de la operación de rescate ni siquiera a los médicos de sus propios hospitales, el maltrato a los familiares de las víctimas y el bloqueo informativo, que ha convertido a la prensa rusa en difusora de chismes y rumores a falta de información precisa, muestran la vigencia de los peores métodos soviéticos y las carencias de la “democracia” rusa en el respeto a los derechos más elementales de su población.

Y de esto, tampoco nos podemos asombrar. En la Rusia de estos tiempos siguen dominando la escena los mismos zorros, más o menos reciclados. Y como dice un antiquísimo refrán latino, los zorros mudan el pelo, pero no las costumbres.