El ministerio de la verdad
La mentira, como arma política, se ha usado siempre. Y ahora, que los medios de comunicación tienen tanto peso en la vida de los ciudadanos, sería una imprevisión absurda dejar la producción de calumnias en manos de portavoces inexpertos o fabuladores aficionados.
Publicado originalmente el 27 de febrero de 2002
Recuerdo un dicho que oía frecuentemente en mi barrio cuando era pequeño: antes se atrapa a un mentiroso que a un cojo. Era una máxima que se repetía con bastante frecuencia y cuando decíamos una mentirijilla, metíamos la cabeza entre los hombros, esperando que nos atraparan, cosa que a veces ocurría, pero no siempre.
Hace tiempo que no oigo ese refrán popular. Ah, claro, no es políticamente correcto llamarle a nadie “cojo”, pensé. Minusválido, con defectos de locomoción, con incapacidad motriz en uno o ambos miembros inferiores, etcétera. Qué difícil la tendrían ahora padres y maestros para aleccionarnos sobre los peligros de la mentira, con dedo índice en alto y voz premonitoria. Qué larga e intragable se habría vuelto la frasecita en cuestión.
Pero, enemigo de las lógicas bivalentes, esas que resuelven la vida entre blanco y negro, ceros y unos (en algo hay que diferenciarse del ordenata, digo), me puse a analizar otras posibles variantes. A sopesar todos los factores de esa ecuación de ética doméstica que vinculaba la mentira con el escarnio. A esclarecer qué había ocurrido con los mentirosos y sus prácticas habituales mientras yo perdía mi tiempo creciendo, envejeciendo y, por qué no, soltando de vez en cuando algún bulo for fun and profit, como dicen en Estados Unidos, o sea, para diversión y lucro.
En general, a los mentirosos no se les persigue. Y eso tiene que ver con el concepto de verdad. Desde que todo vale, no hay mentiras. O hay sólo mentiras muy puntuales. Se trata únicamente de “puntos de vista”, de “diferentes versiones de un hecho”. O de “campañas para elevar la moral y recabar la simpatía del público”. En todo caso, con ponerle el preceptivo “informes no confirmados” y remitirse a “fuentes de conocida solvencia”, el mentiroso oficial queda libre de pecado y elude el infamante calificativo.
Tan bien funciona todo esto que el gobierno de los Estados Unidos se dispone a poner en marcha una oficina especialmente dedicada a moldear la opinión pública internacional en su favor, mediante la difusión de “informaciones” especialmente preparadas a ese fin. Cuando esto lo hacían los medios de propaganda soviéticos, se llamaba “lavado de cerebro”. ¿Y ahora? Que se ocupen los lingüistas de darle un nombre, que los semióticos definan una denominación adecuada. De pronto, decir que se trata de propalar mentiras es una terrible incorrección política.
Pero tampoco hay que exagerar. No se trata de nada nuevo. La mentira, como arma política, se ha usado siempre. Y ahora, que los medios de comunicación tienen tanto peso en la vida de los ciudadanos, sería una imprevisión absurda dejar la producción de calumnias en manos de portavoces inexpertos o fabuladores aficionados. Lo único que ha aportado el gobierno norteamericano es la creación de un grupo profesional de fabricantes de mentiras dentro de la mayor estructura militar del mundo, el Pentágono. ¿No se dice que la primera víctima de cada guerra es la verdad?
¿Y las mentiras puntuales, esas que todo el mundo reconoce a primera vista? Pues nada, no son graves. Son simples anécdotas. Como la relativa a la entrevista de Felipe González con el primer ministro de Marruecos. Qué bien, el señor portavoz del gobierno no es un mentiroso. Según su jefe, sería sólo alguien que cuenta “anécdotas”. Si lo sabrá él, con eso de que España va bien…
George Orwell tenía razón. Era un visionario, El mundo que describe en 1984, su obra más famosa, tiene muchos puntos de contacto con las sociedades modernas. Y el ministerio de la verdad es el único que funciona las veinticuatro horas.
Voy a pedir que lo canonicen, cuando terminen el proceso de Escrivá de Balaguer.