Justo Vasco

El día difícil de Juanita Chirino

Justo E. Vasco

Juanita Chirino estaba exprimiendo la sábana grande, la de la cama de matrimonio, cuando oyó el frenazo en la calle. Más bien, lo percibió, porque no llegó a registrarlo en su mente sino hasta un rato después. Todo su ser estaba inmerso en el cálculo intuitivo de la torsión que resistiría aquel tejido de algodón, macerado por los años, los sudores de diversos amantes, por salpicaduras de semen y saliva, por los meados de sus siete hijos, todos de distinto color, todos de distinto padre, menos los jimaguas, por supuesto. Un poquito menos de fuerza, y la sábana quedaría demasiado húmeda, y eso significaba que no se secaría antes de las cinco o seis de la tarde, una verdadera desgracia, porque los niños volvían de la escuela a las cuatro y media, y aunque se ponían a jugar en la calle las pelotas volaban con frecuencia hasta el patio. Un poquito más, y la tela semipodrida se le desharía en las manos. Y eso sería una tragedia sin nombre, pues la última vez que le habían tocado sábanas por la libreta había sido… ¿En qué año, Juanita?… Piensa, piensa, mujer… ¿Sería cuándo el ingeniero López, el marido de la maestra, se quedó en Canadá?… ¿O cuando mataron a Pitín, el hijo de Panchita, en la piloto clandestina del solar de la calle Beltrán?… ¡No, antes todavía!  Juanita recordó que estaba marcando en la cola de la tienda, ratificando el turno a las seis de la mañana, pensando qué compraría al llegar al mostrador, porque por el mismo número vendían dos sábanas, o dos toallas, o un mantel con servilletas, cuando un señor encendió la radio portátil y el noticiero de Radio Reloj decía que esa misma mañana acababan de fusilar al general Ochoa, al coronel De La Guardia y a los otros dos militares. ¡Eso, en el ochenta y nueve! ¡En el verano del ochenta y nueve! O sea, hacía siete años. Cuando aquello, estaba preñada de Idalmis, que nació en diciembre, dos días después de Nochebuena. Sí, había sido ese verano, porque recordó enseguida otra cola, la de los uniformes de Francis, que ese año empezó a ir a la escuela. Se recordaba a sí misma con el barrigón, caminando de un lado para otro mientras esperaba a que llegara el momento en que le tocara entrar a la tienda. En su memoria se veía barrigona durante todos esos años, pero eso era imposible. A ver… En el noventa y uno había nacido Ramirito, el padre había sido el abogadito aquel, qué poco le había durado… Y en el noventa y tres, los jimaguas, en aquel entonces ella vivía con Romualdo, el camionero, qué hombre, qué espalda, qué brazos, qué… qué cabrón, se había ido de balsero en el noventa y cuatro, había pasado como siete meses en Guantánamo y después le había mandado una foto y veinte dólares con unas viejas de Miami, que habían venido de visita, “dice que para que le compre ropita y zapatos a su hijo”. Sí, la última distribución de sábanas había sido siete años atrás y quién sabe cuándo sería la próxima, o si habría una próxima, ahora que la ropa de cama se vendía en dólares. ¡Doce dólares por una sábana camera! Estaban locos. Con doce dólares podía comprar como cinco libras de carne, para que los chamas se dieran un atracón. Sobre todo los mayores, Francis y Maritza, que hace tiempo no la veían pasar por el plato, en la secundaria en el campo una lata de sardinas era un banquete… En esos recuerdos estaba totalmente ensimismada Juanita, con la sábana enrollada en los brazos, cuando sintió dos estallidos secos, dos disparos, bueno, en realidad al principio no le parecieron disparos, podía ser cualquier cosa, una motocicleta, un camión. Se quedó tiesa, tratando de identificar el ruido, mientras sus manos exprimían maquinalmente la maldita sábana, a la que no había podido quitarle todo el manchón amarillo del lado donde dormían los jimaguas. Y eso que la hervidura tenía jabón abundante. Mira que había reunido astillitas de jabón. En el hotel donde estaba trabajando no permitían que nadie se llevara ni un jaboncito, si pescaban a alguien lo botaban y le llenaban el expediente laboral de mierda, que si los recursos para desarrollar el turismo, que si la recaudación de divisas, que si la atención a los visitantes extranjeros, y el que se robara un jabón era un saboteador, bla, bla, bla… De todos modos, ella se había llevado, metida en el dobladillo de la saya, cuanta astilla encontraba en los baños. Y un día se había arriesgado a buscarse tremendo barretín, pero le había salido bien: aprovechó que tenía la regla y escondió cinco pastillitas de jabón blanco dentro de una compresa. A ver quién era el valiente que se atrevía a registrarle dentro de los blumers. Con eso y unos pedazos de jabón amarillo que le habían vendido en el barrio, a peso cada uno, la gente está mal de la cabeza y le ha perdido el respeto a los pesos, consiguiendo un poquito de bicarbonato con su prima, la que trabaja en la farmacia, cambiando media botella de aceite por una de lejía, había logrado reunir la materia prima. Lo más complicado había sido conseguir un caldero bien grande, un anafe de hierro con bastante capacidad como para poder hervir los trapos de su regimiento familiar en no más de tres tandas, eso si quería que quedaran limpios. Pero las vecinas la habían ayudado, y la mujer del Ciego Valdivia le consiguió un anafe grandísimo, de los de antes, de los que se calientan bien y rápido. Y le cabían dos cubos de diez litros, o cubo y medio con la mitad de la ropa. Los muchachos habían traído bastante leña y algunas tablas, lo suficiente para armar un fogoncito de campaña con ladrillos a los lados. Ese día, se había levantado temprano y después de preparar a los chamas para la escuela, buscó el machete cañero que escondía detrás del escaparate, una no sabe qué se le puede ocurrir a un muchacho y mejor que esas cosas no estén a la vista. Aquel machete era un recuerdo del padre de Fran, Luis Alberto, el cortador millonario, el que se iba todos los años a Camagüey, a la zafra y se llevaba todos los premios en la emulación y que cuando llegó a vanguardia nacional y se ganó un Lada, se largó con una chiquita que trabajaba de mecanógrafa en el sindicato, tremenda guaricandilla, más puta que las gallinas. Por lo menos le había dejado el refrigerador y el televisor soviético. Ah, y la lavadora, pero se rompió enseguida y ni se acordaba cuándo la había botado. Aquella mañana Juana Chirino se dedicó, ante todo, a cortar la leña en trocitos, a partir las tablas y a sacar bastantes astillas para que no le resultara difícil encender la hoguera, porque sólo tenía dos dedos de alcohol de reverbero y un par de hojas de periódico, y no quería fallar. Había hecho malabarismos con los turnos del hotel y ese día de labores caseras le iba a costar dos domingos por la tarde seguidos, pero no le importaba: finalmente había podido poner a hervir la ropa de cama de toda la casa. Y en sólo dos tandas. Había quedado blanquita como el coco. Las tendederas daban fe de su esfuerzo: siete fundas, cuidadosamente remendadas, nueve toallas y seis sábanas rendían su humedad residual ante los embates del sol habanero, inmisericorde en aquel mediodía de otoño. Lo había colgado todo con sumo cuidado, sobre todo las sábanas, porque el único lugar para atar bien alto la cuerda era casi encima de la zanja de desagüe del patio, a un lado de las jaulas de los conejos. Sólo le quedaba por colgar la sábana de la cama grande, de esa misma cama en la que Juanita había jurado que no volvía a meter a un hombre aunque no volviera a templar más nunca en su vida. Y para alejar las malas ideas del cuerpo, todavía jugoso y exigente a sus treinta y cinco años, desde que le jurara a Obatalá, desde que pusiera flores ante la imagen de la Virgen de las Mercedes, desde que le prometiera a su madre ocuparse únicamente de sus hijos, Juanita había llevado al basurero la cuna de los jimaguas, comida de carcoma, había quemado el colchoncito orinado y vomitado por sus siete crías y se había llevado a Olivia y Rolandito a dormir con ella. Todavía se meaban en la cama los muy cabrones, mira que los había amenazado, los había avergonzado repetidamente delante de sus hermanos, pero aquello no tenía remedio: cuando no era uno, era la otra, pero todas las mañanas encontraba aunque fuera un charquito en una esquina. Con casi tres años…  Tenía que llevarlos al sicólogo, pero el médico de familia no acababa de darle turno, que si el mes que viene, que si en el policlínico de la zona… Y ahora se aparecía con que el sicólogo estaba pasando unos cursos de postgrado y no había sustituto, qué desastre… Con la sábana chorreando agua, a medio exprimir, Juanita oyó un grito, otro disparo, una carrera y, de repente, por debajo de las fundas que se secaban al sol, vio que la puerta lateral del patio se abría, que entraba un par de piernas y que unas manos se abrían paso a las malas entre la ropa tendida. Como en cámara lenta, la tendedera se partió ante sus ojos –tu madre tenía razón, Juana, ese cordel está podrido, susurró una vocecita dentro de su cabeza— y la ropa recién lavada comenzó a caer, como flotando, sobre los mínimos canteros de tierra negra y húmeda sembrados de ajo, cebollino y ají picante, sobre el montón de restos de vegetales mezclados con la mierda de los conejos, sobre la zanja de desagüe…

Agapito Jústiz Soa (en realidad, s.o.a., sin otro apellido) era un negrito flaco y esmirriado, mal encabado, de pasa rojiza y jeta difícil, asustadizo y nervioso, siempre a la espera de lo peor, siempre acechando, siempre listo a salir huyendo. Y eso era lo que había hecho al ver al policía que se dirigía hacia él a paso rápido. Pero no se había fijado en los dos fianas de civil, apenas a un paso detrás de él, y antes de que pudiera darse cuenta de lo que estaba pasando, ya tenía los brazos esposados a la espalda. El registro del paquete que llevara con tanto cuidado, tratando de que no recibiera más calor que el del aire habanero otoñal, hizo sonreír a los tres policías: “¿Tienes el comprobante de compra?” Claro que no lo tenía. Aquella caja de colas de langosta congeladas era un encargo. Se las había comprado al almacenero del “Tocororo” en quince faos, para venderla a veinticinco. Había tenido que ir hasta Miramar a buscarla, esperar quién sabe cuántas guaguas, el transporte estaba como siempre, infernal, doblar por la primera esquina cada vez que veía un patrullero, y ahora, apenas a tres cuadras de casa del comprador, lo habían pescado. Para mayor desgracia, también habían encontrado el prajo que llevaba escondido en la gorra de pelotero de los Bravos de Atlanta. “Lo de la langosta no es na’, caballero. Mariguana. Yerba de la buena. Este sí que se cagó en su madre”, dijo uno de los monos y los otros dos se rieron. Agapito se había quedado callado, aquello no tenía remedio. Sería como la otra vez: ocho o diez días en el calabozo, interrogatorios a cualquier hora, firma aquí, firma allá, lee esto, lee lo otro. O peor, porque ahora era un reincidente. La vez anterior le habían metido cuatro años por las costillas, y en el Combinado le habían cogido el culo cuatrocientas veces. O un millón, daba lo mismo. A fin de cuentas, Agapito era el tipo más enclenque y apocado de toda la galera, y si se hubiera resistido le hubieran dejado ir un mango de cuchara afilado por entre las costillas. Así que al ritmo de “Chúpame el pito, Agapito”, “Agapito, abre el culito” y otros versos por el estilo, durante su no tan larga estancia en el tanque se había convertido en el aliviadero seminal de los guapos y mandantes de aquel edificio lúgubre. Y no era que le gustara particularmente, no, todavía se seguía rallando pajas a costa de las alumnas de secundaria que practicaban ejercicios aeróbicos en el parquecito de la esquina de su casa, pero que iba a hacer cuando tres matones enormes, con la pinga afuera, le indicaban con un gesto que se pusiera en cuatro y no había a quién pedirle ayuda. El tanque era así. Pero eso había quedado atrás, Agapito había cumplido, había saldado su deuda con la sociedad, como solía decir la presidenta del comité de su cuadra, y nadie podía señalarlo por la calle como maricón, cundango, cherna, yegua o algo por el estilo. Se había puesto fatal, había tropezado con la gente del Técnico, que andaba detrás de un recalo de cocaína que alguien había sacado del mar frente a Varadero y cuya pista conducía hasta aquel barrio apartado en San Miguel del Padrón, que no por gusto llevaba el nombre de “La Siberia”. Lo habían detenido por puro azar, siguiendo la regla de que todo prieto es sospechoso si no es deportista o toca en una orquesta. Pero Agapito no sabía nada de eso, las esposas de plástico le cortaban la circulación y volvía a verse a sí mismo en cuatro patas sobre el piso de una celda, con las rodillas en carne viva, mientras un hijoeputa de doscientas libras resoplaba acoplado a su culo. “No tengo suerte”, fue lo único que se le ocurrió pensar. Lo empujaron al asiento trasero, guardaron el cigarrito de yerba en un sobre plástico y volvieron a envolver la caja de colas de langosta. Los de civil se despidieron y el patrullero arrancó hacia la unidad municipal. Pero Agapito no habría podido imaginarse el chiste pesado que le guardaba el destino. Ni los policías tampoco.  Si les hubiera pasado por la cabeza, habrían ido directamente a guardar al detenido y entregar la prueba, el ‘consumao’, como lo llamaban. Pero el hambre es pareja, para la gente del bronce y los fianas, y aquel paquete de colas de langosta tenía babeando a los dos fieles guardianes del orden. Así que decidieron hacer una paradita en casa de una amiga para dejarlo a buen recaudo en un congelador. Se había bajado uno solo, el de mayor grado, teniente o subteniente, Agapito no lograba descifrar nunca los grados militares, y eso le había costado dos o tres estancias en los calabozos del Combinado, oscuros y apestosos, pero como no hay mal que por bien no venga, al menos esos días no tenía que darle el culo a nadie. El otro, el chofer del patrullero, se encogió de hombros ante la queja del detenido por la falta de circulación en las manos. “Díselo al oficial”, se limitó a gruñir. Y el oficial se había portado bien, con un alicate cortó la cinta de plástico, le examinó las muñecas y le ordenó que se mantuviera reclinado en el asiento, con la espalda bien pegada al respaldo y las manos abajo. Y mientras flexionaba los dedos para activar la circulación, Agapito pensó en lo injusta que la vida había sido siempre con él, en la cadena de fracasos  que describía su infancia, su adolescencia y ahora, su juventud, pues a pesar de tantas malaventuras, no llegaba todavía a los veinticinco años. Imaginó lo que le esperaría dentro de unos pocos días y recordó el dolor de la primera vez que lo habían violado. Varios de sus amantes a la fuerza residían aún en las celdas del Combinado del Este y seguramente se alegrarían de contar con él entre aquellas paredes grises y desconchadas para animar sus monótonas tardes carcelarias. Un culito fresco siempre era motivo de fiesta en el tanque. Pero un culito conocido, daría lugar a un jolgorio general, a una desaforada celebración del día del bugarrón. La angustia comenzó a hacer mella en el caparazón de indiferencia con el que Agapito se había cubierto siempre ante las desgracias de la vida y pensó que el dicho de que “aquí, lo que no hay es que morirse” no era siempre acertado. En tan tristes pensamientos se había sumergido cuando el perro del Ciego Valdivia, el cabrón perro más ladrón de todo San Miguel del Padrón,  salió corriendo a la vía, seguido por un zapato viejo que, en su vuelo, estuvo a punto de hacer impacto en el parabrisas del carro patrullero. Entre el giro brusco para no aplastar al animalito y el agachón instintivo ante el zapatazo alevoso lanzado, quién sabe si intencionadamente, contra los representantes motorizados de la autoridad, el carro metió la goma delantera izquierda en uno de los más antiguos y escarpados baches de aquella poco transitada calle, el motor se caló, el oficial que mandaba la patrulla se pegó recio cabezazo contra el vidrio y Agapito, que había sido catapultado hacia delante, se encontró a sí mismo, de repente, con una mano sobre la pistola del policía que conducía el carro. Todo fue instintivo, sin tiempo para valoraciones. Dos horas después, al intentar la reconstrucción de los hechos, un viejo sabueso de las fuerzas del orden adelantaría la suposición de que los dos homicidios habían tenido lugar en pocos segundos, los que le tomó a Agapito rastrillar la Estrella Roja de nueve milímetros, disparar al costado del policía que se hallaba doblado sobre el volante por el súbito frenazo del auto, disparar a la cabeza del jefe de la patrulla, intentar abrir la puerta trasera, constatar que el chofer aún vivía, dispararle de nuevo, esta vez en la sien, y salir a duras penas por la puerta delantera derecha, cruzando por encima de una de sus víctimas. Y la suposición sería correcta, pues eso exactamente era lo que había sucedido en el primer momento. Una vez en la calle, Agapito había mirado a uno y otro lado, y después de un titubeo momentáneo, cruzó corriendo los quince o veinte metros que lo separaban del portoncito de madera que servía de entrada lateral al patio donde Juanita Chirino hervía su ropa de cama por primera vez desde que había quemado la cuna destartalada de los jimaguas. A pocos metros, el único testigo inútil de aquella tragedia y quizá su causante circunstancial, el perro del Ciego Valdivia, con el rabo entre las piernas y una pantufla deshilachada en las fauces, contempló aquella fuga precipitada sin atreverse ni a gemir.

Los ojos de Juanita Chirino, muy abiertos, no podían despegarse del vuelo descendente de la ropa de cama hacia los rincones más inmundos de aquel patio que servía de huerto, corral de animales, zona de juegos infantiles y almacén de desahogo, donde se tiraban todas las porquerías que no cabían en su mínima vivienda. Se había quedado congelada en una pose imposible, con los pies apuntando a un lado y el torso girado a noventa grados, la pesada sábana camera a medio exprimir, una parte entre las manos y la otra todavía doblada sobre el hombro, chorreando agua, contemplando aquel impensable desastre que estaba ocurriendo delante de ella. Aún no había tenido tiempo de encabronarse, todavía sus ojos contemplaban lo que iba ocurriendo en su patio en colores naturales, sin aquella niebla rosada que terminaba por velarle la vista. Algo dentro de ella comenzaba a susurrar “no puede ser, virgencita, no puede ser, caridad del cobre, no puede ser, obatalá, no puede ser, dios mío”, cuando un grito ronco que le llegó desde la izquierda la conminó a quitarse del medio. Tardó más en comprender lo que se le pedía que en darse cuenta de que el causante de toda aquella tragedia era el dueño de la vocecita temblorosa, que todos sus esfuerzos de los últimos meses y toda su esperanza de los últimos días habían sido hechos mierda por aquel negrito chupao, de pasas rojas e hirsutas, que se le acercaba corriendo, con una de las fundas recién lavadas enredada en una bota rusa descolorida. “Plosh”, escuchó el chapoteo de aquel desconocido que había destruido su sueño, su ilusión pequeñita, armada a partir de tantos compromisos mínimos, de tantos esfuerzos de poca monta, pero su ilusión al fin, quizá la única en los siete u ocho últimos meses. “Plosh”, le llegó a los oídos el sonido del paso siguiente, entre los canteros de cebollino, mientras sus ojos recorrían de arriba abajo a aquel maldito intruso que había convertido todos sus afanes en una nada fangosa y sin remedio. Entonces, Juanita Chirino perdió la tabla. Le dio Changó con conocimiento y sintió que su cara ardía desde dentro: no se dio cuenta de lo que hacía, ni de que aquel intruso llevaba en sus manos una pistola. Tampoco le hubiera importado. En ese momento le daba lo mismo ocho que ochenta, un homenaje que un acto de repudio, una fiesta de quince que un velorio. Giró súbitamente, proyectando el bulto empapado de la sábana hacia el hombre que se le encimaba, levantando la pistola mientras corría. El sabanazo lo alcanzó de lleno en un lado de la cara y el trallazo en el tronco de la oreja lo hizo caer de rodillas junto al fogón improvisado, encendido aún, donde Juanita había estado trajinando toda la mañana. El golpe y la caída lo habían hecho apretar el gatillo sin tino, y el cuarto proyectil fue a clavarse en uno de los troncos de la jaula de los conejos. “¡¡Mi ropa de cama, cojones!!”, dijo Juanita, mientras asestaba una patada a la cabeza del negrito flaco. “¡¡Mis fundas, hijoeputa!!”, gritó, mientras le pegaba otro sabanazo, esta vez en el lomo, y el intruso, que intentaba incorporarse, cayó de nuevo, soltando la pistola. “¡¡La toalla de los jimaguas, singao!!”, rugió, mientras agarraba el asa recalentada del anafe de hierro y volcaba la mezcla hirviente de agua, churre, restos de jabón, lejía y bicarbonato, sobre la cabeza y la espalda del hombre que yacía sobre la tierra.

Agapito intentó gritar al sentirse abrasado por aquel líquido ardiente, pero el vapor y el dolor de la quemadura lo dejaron sin aliento y por un breve segundo se desvaneció. Logró tomar aire y se arrastró unos centímetros. En su cabeza crecía un zumbido grave que no le permitía oír absolutamente nada. No podía abrir los párpados escaldados y no lograba escapar a la oscuridad ni al terrible dolor que sacudía todo su cuerpo. Esa mujer, la mulata blanconaza teñida de rubio, ella lo había golpeado con algo… trató de recordar… con un trapo mojado, sí, con un trapo mojado, y lo había dejado kao, lo había liquidado de a viaje. Logró arrodillarse. “Esa tipa me ha desgraciao… qué suerte más cabrona la mía… yo me estaba pirando y esta desgraciá me ha resingao completo…” Su mano buscó donde apoyarse y sólo encontró fango caliente. Comenzó a tantear a ciegas, gimiendo de dolor. “Cojones, ¿qué me ha echao por encima? ¿Salfumán?” Intentó erguirse, pero no logró despegar las rodillas de la tierra. “Tengo que rajar de aquí, tengo que venderle a esa tipa, está loca, está loca…” No la oyó llegar junto a él, no pudo ver cómo tomaba impulso con el machete, y cuando la hoja le entró por el lugar donde el cuello se junta con el hombro, casi ni lo sintió.

Los agentes de la Brigada Especial rodearon la manzana, tomando todas las precauciones indicadas para esos casos. Esperaron unos minutos, pero en el patio donde presuntamente se escondía el asesino de sus compañeros sólo se veían la cabeza y los brazos de una mujer que, al parecer, colgaba ropa en una tendedera. Finalmente, el capitán Vladimir García, jefe del destacamento, tirador excelso, cinta negra en judo, cuarto dan en kárate-do y especialista en técnicas de combate cuerpo a cuerpo, decidió entrar. De un salto franqueó la cerca de tablas y cayó en semicuclillas al otro lado, con el AK plegable en posición de combate. La mujer que trajinaba en el patio, una rubia teñida de buenas carnes y algunos añitos, ni siquiera se volvió a mirarlo. De la tendedera colgaban, unas junto a otras, sábanas, toallas y fundas manchadas de tierra, con enormes lamparones de fango adherido a la tela y alguna que otra brizna de hierba pegada. La mujer se inclinó y tomó del suelo otra pieza de ropa, tan sucia como las otras. La colgó doblada, pasándole la mano para eliminar los pliegues. Se inclinó y repitió la operación, esta vez con una toalla  casi negra, con el dobladillo deshilachado, de la que chorreaba un líquido turbio. Al extremo, algo separada del resto de la ropa, había otra funda, rajada, un verdadero harapo, con grandes manchones de color rojo oscuro. “Sangre”, pensó de inmediato el capitán García. En el borde del campo de visión detectó un movimiento y un rostro conocido, luego otro. Eran sus hombres. Les hizo con la mano una señal para que se mantuvieran afuera, ocultos. Recorrió el patio con una mirada rápida: detrás del anafe había un bulto del que sobresalían unas piernas flacas, color ceniza, metidas en unas botas militares rusas. Sobre un cantero, entre tallos verdes, yacía una pistola de reglamento con el carro en retroceso y el gatillo amartillado. La mujer, de pie delante de la tendedera, contemplaba aquella curiosa exhibición de trapos sucios, con expresión que pasaba de la incredulidad a la satisfacción. El capitán García se incorporó lentamente, bajó su AK plegable, le puso el seguro y caminó hacia la mujer, que lo oyó acercarse y se quedó inmóvil, mirando ahora un punto entre sus pies, con los brazos colgando a los lados del cuerpo. “Vamos, señora. Ha tenido un día difícil”, dijo García mientras le pasaba el brazo por encima de los hombros. “Y dígalo”, susurró ella antes de ocultar la cabeza en el hombro del oficial y echarse a llorar.