Buscando respuestas
Sí, las obras de arte siguen teniendo otras funciones, mucho más importantes que las de enriquecer a unos poquísimos creadores y a muchísimos intermediarios.
Publicada originalmente el 15 de septiembre de 2004
Parecería que las seculares discusiones sobre el papel y el valor de las obras artísticas hubieran sido resueltas de golpe y plumazo por las realidades del mercado global. Las diversas funciones que en siglos ya pasados desempeñaron los creadores artísticos mediante sus obras parecen reducirse a una sola: la de mercancía, la de objeto material o virtual que se vende y se compra según las leyes de la oferta y la demanda.
Y eso a pesar de que casi en las tres cuartas partes del planeta, la demanda es prácticamente inexistente, ya que la mayoría de la humanidad (cuatro de los casi seis mil millones de seres humanos) apenas cuenta con recursos para sobrevivir, por lo que el alimento para el alma, como se decía antes, o las ofertas para el ocio, como se promociona ahora, tienen poca demanda.
Pero bajo toda esta marea simplificadora que reduce la existencia humana a un ramplón mecanismo de compraventa, siguen estando ahí las mismas preguntas sin respuesta, los mismos gritos de alerta, los mismos mecanismos de valoración de la actividad humana que rigen la verdadera vida del espíritu humano desde los tiempos de Gilgamesh y el Antiguo Testamento, hasta las más recientes obras artísticas de diversas cinematografías. Y en ocasiones, podríamos encontrar más de una respuesta a las preguntas terribles que nos sacuden entre un reality show y una revista de la prensa rosa.
Siguiendo esta línea de razonamiento –o de sentimiento quizá-, volví a ver recientemente Traffic, la magnífica película de Steven Soderbergh, un filme excelente, tanto por su contenido como por la realización artística de lo que pretende decir. Más allá de las excelentes actuaciones de Benicio del Toro o de Michael Douglas, me estremece la claridad con la que se habla del problema de las drogas en los Estados Unidos, sin echar mano a la corrección política de ningún signo (que hasta en la cobarde neutralidad de quienes pretenden ser “correctos” a costa de la verdad y los principios hay enfoques de derechas y de izquierdas), a eufemismos de ninguna clase o a estadísticas triunfalistas que, en la vida real, terminan por no decir nada.
Y ahora que los datos muestran cómo, poco a poco y ya no tan lentamente, vamos perdiendo la guerra contra las drogas en España a costa de ceder cada vez más jóvenes y adolescentes ante el empuje de tan modélica actividad empresarial globalizada como es el mercado mundial de los estupefacientes, podríamos aplicarnos algunas de las verdades como puños que lanzan los personajes desde la pantalla.
Por ejemplo: si hacemos una auténtica guerra contra las drogas, tendremos al enemigo en nuestras propias familias, entre nuestros amigos, en nuestras escuelas, en nuestros centros de trabajo. Las víctimas son, a la vez, la infantería, las tropas de asalto que minan nuestra sociedad. ¿Sabremos combatir al enemigo y salvar a las víctimas? El personaje de Michael Douglas, el zar antidrogas, confiesa que no sabe cómo hacerlo.
Otra: el consumo de las clases medias y altas puede convertirse en el motor económico de muchas zonas marginadas en las grandes ciudades. Uno de los personajes lo explica con toda claridad, y en ese momento me vienen a la mente tantos y tantos poblados y barrios miserables, en los alrededores o dentro de los límites de Madrid, Barcelona, Sevilla y otras ciudades españolas. De no tener garantizada una clientela con buen poder adquisitivo, ¿podrían sobrevivir esos asentamientos sin otras fuentes de trabajo visibles?
En estos tiempos en que la incertidumbre, la desesperación y la búsqueda del placer a toda costa se dan la mano vale la pena prestar atención a lo que explica otro personaje, un narcotraficante detenido: si la gente no se coloca con lo que él vende, buscará otro suministrador. Porque colocarse, aunque sea sólo los fines de semana, significa, si no hallar las respuestas que toda persona busca alguna vez en su vida, al menos olvidarse de las preguntas.
Y, para los amantes de la lectura, recomiendo encarecidamente Pisando los talones, la más reciente novela de Henning Mankell publicada en castellano. Ahí se habla de la degradación de nuestras sociedades de nuevos ricos hedonistas. Y se explica la marginación en términos que a ningún asturiano le resultan extraños: “Pero la brecha que dividía la sociedad era cada vez mayor… allí estaba el abismo manifiesto. Una nueva clasificación de los habitantes del país: los que eran necesarios y aquellos de los que podía prescindirse…”
Sí, las obras de arte siguen teniendo otras funciones, mucho más importantes que las de enriquecer a unos poquísimos creadores y a muchísimos intermediarios. Todavía están ahí, por suerte. Y espero que por mucho, muchísimo tiempo.