Blandos de corazón
Con mucha frecuencia escucha uno hablar de decisiones judiciales que parecen absurdas.
Publicado originalmente el 13 de noviembre de 2002
Con mucha frecuencia escucha uno hablar de decisiones judiciales que parecen absurdas. De resoluciones adoptadas por un juez o un tribunal que, a primera vista, van contra la lógica ciudadana más elemental, agreden la sensibilidad de la mayor parte de la población y dejan a las víctimas a merced de sus verdugos o, en el mejor de los casos, en total desprotección. Es difícil que transcurra un par de semanas sin que salte a los titulares de los medios y a la nómina de temas a discutir en las tertulias algún caso verdaderamente doloroso, con una solución judicial, parcial o definitiva, de las que generan duda o rechazo.
Sin querer absolver a los honorables magistrados de errores, equivocaciones y despropósitos -pues, en primer lugar son humanos, y en segundo, alguno hay por ahí que se las trae-, creo que es justo señalar el elemento fundamental que propicia el descontento: el contenido mismo de las leyes que castigan el delito en España o que regulan la reclusión de los que han sido condenados en firme y están en la cárcel. Leyes que, en su momento, fueron aplaudidas por la mayoría de la población, y que en estos momentos de turbulencia generalizada hacen que sea más conveniente delinquir en España que en otros países de nuestro entorno europeo.
¿De qué otra manera podrían explicarse los casos de personas que han sido detenidas, muchas veces con las manos en la masa, en decenas de ocasiones, y que entre juicio y juicio reinciden una y otra vez ante el asombro ciudadano? ¿O que individuos pertenecientes a organizaciones terroristas, culpables de unos cuantos asesinatos, se presenten como candidatos en las listas de organizaciones políticas que apoyan el terrorismo? ¿O que a un joven que ha asesinado a toda su familia se le conceda una pensión por orfandad? ¿O que se deje libre a un ciudadano que, tras una discusión en otra ciudad, decide vengarse atropellando a veintiocho personas que encuentra por la calle?
No hay que ser un historiador del derecho para darse cuenta que las leyes que propician estas situaciones y que en ocasiones permiten, y en otras prácticamente obligan a muchos jueces a adoptar medidas que reciben el rechazo de la opinión pública, se adoptaron como respuesta a la atmósfera de represión generalizada de la dictadura franquista. Los nuevos aires de libertad, social e individual que comenzaron a soplar en España tras la muerte del dictador obligaban con toda justicia a derogar muchos instrumentos legales que habían servido sólo como herramientas para conculcar los derechos fundamentales del pueblo español en general y de cada uno de sus ciudadanos en particular. Todo lo que oliera a dictadura, a censura, a represión, debía ser borrado del horizonte legal de una España democrática.
Pero, transcurrido un cuarto de siglo, muchas de esas regulaciones, destinadas a regir la convivencia en situación de libertad, se muestran insuficientes para asegurar la tranquilidad -parte muy importante de la libertad en su versión cotidiana en individual- de la ciudadanía y, sobre todo, para proteger a las víctimas de tantos delincuentes.
Porque una cosa es garantizar el derecho a un proceso justo de los ciudadanos y establecer que el objetivo fundamental de la privación de libertad es la reinserción social, y otra bien distinta es esa blandura de corazón que deja en la calle a homicidas, maltratadores y terroristas, y que convierte al país en el lugar ideal para que sicarios provenientes de cualquier latitud vengan aquí a dirimir sus asuntos, o para que los capos de diversas mafias lo elijan como residencia, seguros de que resultará casi imposible extraditarlos.
Las leyes deben tomar en cuenta la evolución de la sociedad. Y no solo las que castigan, sino las que regulan los procedimientos penales y la reclusión de los condenados. No es posible seguir contemplando con ojos angelicales una sociedad con problemas crecientes de alcoholismo o drogas, una sociedad donde comienza a ponerse de moda la comisión de crímenes abominables por menores de edad que quieren hacerse “famosos”, una sociedad donde los valores ciudadanos cotizan a la baja y, en muchas ocasiones, ni siquiera se enseñan en las escuelas. Y deben cambiar, eso sí, sin llegar a extremos tales como los que nos dejan con la boca abierta en los Estados Unidos. Sin pena de muerte, sin cadena perpetua para menores de edad, sin hileras de presos encadenados que construyen carreteras. Con humanidad, con fe en las posibilidades de reinserción, pero con firmeza. Sin condenar a inocentes, pero sin que se cachondeen los culpables. Y, ante todo, sin olvidar a las víctimas.