Yo, el jurado
En un país donde las campañas mediáticas brotan por todos lados, como la mala hierba que son, es imposible que la gente pueda abstraerse de los estados de ánimo sociales alentados por innumerables reality shows, reportajes sensacionalistas, entrevistas lacrimosas y conclusiones de expertos infalibles.
Publicado originalmente el 24 de septiembre de 2003
Dados los últimos acontecimientos de la actualidad, me parece totalmente oportuno apropiarme del título de una de las novelas más furibundamente anticomunistas y definidamente mala de Mike Spillane, creador del personaje del detective Mike Hammer, tantas veces llevado a la pequeña pantalla.
El jurado popular, que ha sido hecho responsable de tantas y tan sonadas pifias en la administración de justicia desde que fuera entronizado hace algo más de un lustro, está ahora en el punto de mira de la sociedad. Paradójicamente, de esa misma sociedad que, encarnada en sus representantes, se sienta allí, en los bancos del jurado y acuerda los veredictos que más tarde, en la tranquilidad del hogar, frente a un telediario, debate o condena por inadecuados.
La lista de absurdos podría servir para dibujar un cuadro bastante fidedigno de nuestros vicios ciudadanos. Desde el proetarra absuelto por matar a mansalva a dos policías autonómicos vascos, hecho del que continuó jactándose durante el proceso, hasta la chica ecuatoriana, condenada a una altísima pena por abandonar a un recién nacido en un contenedor de basuras, sin tomar en cuenta ninguno de los múltiples atenuantes del más que lamentable hecho.
La guinda del pastel es el procesamiento y condena de Dolores Vázquez. Con indicios que ningún abogado serio calificaría siquiera de pruebas circunstanciales, impulsados por una feroz campaña mediática de difamación donde la homofobia jugó un papel importante, con jueces y fiscales al parecer más preocupados por su imagen pública que por la justicia o por la observancia de las leyes de procedimiento penal, fue condenada a varios lustros de cárcel y cumplió casi año y medio de reclusión hasta que un tribunal superior, inmune al bacilo de Lynch, anuló el proceso y ordenó su repetición.
Ahora, con las confesiones detalladas y lacrimosas del señor King, súbdito de su graciosa majestad británica, se derrumba ese castillo de abuso verbal, incompetencia policial y mentiras mal construidas, en el que además de numerosos órganos de prensa participó, de alguna manera, el órgano de instrucción de la Guardia Civil, bajo la consigna tan ibérica de sostenella y no enmendalla. Se habla de indemnizaciones, de pedir perdón y cosas así, pero el daño hecho al honor de la señora Vázquez y las heridas infligidas por la negligencia de unos y la canallesca búsqueda de lectores o audiencia de otros perdurará en el tiempo y nunca podrá ser compensado, no importa cuánto tengan que pagar la administración central del estado (o sea, nosotros, la misma sociedad que la condenó, dentro y fuera del tribunal, sin una sola prueba) y las empresas propietarias de los medios que contribuyeron al linchamiento, en caso de que sean demandadas (y que seguramente repercutirán el costo en sus lectores mediante aportes adicionales de mierda, sensiblería y calumnias en futuros casos criminales).
Desde las asociaciones de magistrados hasta el ciudadano de la calle, ahora todos se lamentan –nos lamentamos-, y dicen que hay que modificar la ley del jurado. Citando un refrán ruso que dice que todos somos muy listos a toro pasado, es ahora, después de que fallara el último intento de filtrar a la prensa una información no contrastada y al parecer falaz sobre una relación de amistad entre el estrangulador King y Dolores Vázquez, cuando nos damos cuenta de que, con lo del jurado popular, hemos puesto las carretas por delante de los bueyes.
Hay muchos factores para que esto haya ocurrido. Citemos algunos: en primer lugar, la baja, si no inexistente, educación jurídica de la población. Es sabido que, en muchas ocasiones, sólo los delincuentes profesionales, los que se desempeñan únicamente al otro lado de la legalidad, son quienes se saben las leyes de memoria y las citan cada vez que les conviene, con más precisión a veces que los policías que los han detenido. En segundo, la escasísima guía que reciben los jurados antes, durante y después del proceso, por parte de los jueces encargados del caso. Y en tercero, la falta de presupuesto para que el trabajo de un jurado popular sea lo más limpio posible.
Porque en un país donde las campañas mediáticas brotan por todos lados, como la mala hierba que son, es imposible que la gente pueda abstraerse de los estados de ánimo sociales alentados por innumerables reality shows, reportajes sensacionalistas, entrevistas lacrimosas y conclusiones de expertos infalibles. Habría que alojar a los jurados en un hotel, sin radio, periódicos o televisión. O que llevárselos, entre sesión y sesión del tribunal, a Namibia o las Bermudas. Y todos sabemos que, de la misma manera que no se previó dinero para implementar una atención adecuada a los menores que delinquen, los fondos para el funcionamiento de los jurados populares no alcanzan para gran cosa.
El tema da para mucho. Y al menos, esperemos que dé para que se hagan las correcciones correspondientes. Porque, queridos conciudadanos, de la misma manera que la política es algo demasiado importante para dejarlo sólo en manos de los políticos, la justicia no puede quedar únicamente en manos de los profesionales, y la participación del hombre de la calle es fundamental. Pero, eso sí, sin improvisaciones ni calcos de películas de Hollywood.