Volviendo a la Utopía
Mantener la ilusión quiere decir que uno está vivo, que aún nada contra la corriente, o lo intenta por lo menos.
Publicado originalmente el 31 de diciembre de 2003
Cuando llegan estas fechas, llenas de encuentros familiares y excesos en el beber y el comer, sentimos la necesidad de recapitular, de volver sobre el año transcurrido, para tratar de llegar a conclusiones que nos permitan formular buenos deseos y plantearnos nuevos retos para el año que comienza. Y esto se hace no sólo con respecto al acontecer personal o al círculo familiar más cercano. Se piensa en el barrio, la ciudad, la región, el país o el mundo.
Han sido demasiados los resúmenes hechos en estos días. Las valoraciones sobre este ya difunto año del Señor de 2003 han dibujado con tintas más o menos negras el camino recorrido, lo que permite, sin mucho margen de error, pronosticar para el 2004 un horizonte gris oscuro en el mejor de los casos. Lo que yo pudiera agregar a esos análisis más o menos sesudos, no tendría por tanto la menor importancia.
Sin embargo, sí quisiera enunciar en voz alta –y qué más alto que en estas páginas que me acogen desde hace un par de años- mis deseos para el Nuevo Año, aún a riesgo de que me tilden de iluso. Mejor iluso que desilusionado, ese pecado en el que uno cae repetidamente cuando ha vivido muchos años, como es mi caso. Mantener la ilusión quiere decir que uno está vivo, que aún nada contra la corriente, o lo intenta por lo menos. Por tanto, ahí voy.
En primer lugar, que los buenos ejemplos cundan, que sean publicitados mucho más que las dudosas hazañas genitales de famosos de tercera, o que las huecas biografías de futbolistas jovencitos, cuyo único elemento destacable es el monto de sus emolumentos y su rendimiento en la Liga, aunque no siempre. Y buenos ejemplos hemos tenido en los últimos meses: millones de ciudadanos protestando contra una guerra criminal, miles de españoles mostrando su solidaridad con víctimas de desastres, cientos de familias adoptando niños en las zonas más pobres y castigadas del planeta. Eso, por citar unos pocos.
En segundo lugar, me encantaría que aprendiéramos a oír a los demás. No digo que a dejarnos convencer por buenos argumentos ajenos, eso sería lo máximo, lo “rien ne va plus”, como dirían en Montecarlo, pero no es hora de pedir milagros. Sólo que aprendiéramos a oír sin tener en el disparador un exabrupto, una etiqueta, un “ustedes más” con los que multiplicar por cero la palabra ajena. Digamos, que ante una propuesta del nuevo gobierno catalán que puede no gustarnos ni un poquito, la respuesta no sea un exabrupto ridículo con un tufo anticatalán tan detestable como un escrito de Sabino Arana. Que aprendiéramos a oír aunque sea con un mínimo de atención, y así quizá después aprenderíamos a contraponer nuestros argumentos, aunque nos tome muchos buenos deseos y unas docenas de años nuevos.
En tercer lugar, desearía vivir en un país auténticamente laico, no en uno supuestamente aconfesional, donde el catolicismo disfruta de una posición privilegiada a pesar de que cada vez son más los que asisten a la iglesia sólo en bodas, bautizos y comuniones –actividades que no tienen casi nada que ver con el espíritu y sirven para presumir, consumir y mostrar el último modelito- y menos los que van por cosas del alma. Desearía que la religión no fuera una asignatura obligatoria en las escuelas y que, de una vez por todas, las creencias de cada cual fueran eso, de cada cual, en su más privada intimidad y valga la redundancia. Y para que el señor Rouco pueda vivir el Nuevo Año sin sobresaltos por el futuro de la Seguridad Social, quisiera que ésta fuera la destinataria del dinero público que se regala todos los años a la Iglesia Católica.
En cuarto lugar, me encantaría que el dinero dejara de ser la medida única de todas las cosas. No digo que lo eliminen o lo proscriban, no sea que alguien grite cual ministro del PP, “¡ahí vienen los rojos!”, sino que no lo valoremos todo por la posibilidad de lucro que ofrece. Si muy recientemente la Unión de Comerciantes de Gijón otorgó con justicia el Premio a la Innovación a la Librería Central por una gestión “que trasciende el ámbito puramente comercial”, todos podríamos, en nuestras valoraciones, trascender el ámbito puramente lucrativo y dar un nuevo voto de confianza a conceptos éticos y culturales que tanto se echan en falta en los últimos años.
Por supuesto, tengo deseos para un quinto, un sexto y, por ahí, hasta para un trigésimo quinto lugar, pero no se trata de presentar un pliego de demandas o un programa de gobierno, pues como bien sabemos las demandas casi nunca se satisfacen y los programas casi nunca se cumplen. Esa es la razón por la que no pida gobernantes hábiles, financiación transparente de la política o lucha decidida contra la corrupción y la especulación. Sólo se trata de soñar un poco, aunque sea con un ojo abierto que vigile esta triste aunque bien comida realidad en la que nos encontramos, a Dios gracias. De volver, aunque sea tímidamente a la utopía, ese concepto que ha sido desterrado del pensamiento social, de las conductas políticas y hasta de los cuentos infantiles, al menos en la tele de nuestros días.