Justo Vasco

Urnas devaluadas

En un país que carece de estructuras, donde el gobierno central apenas hace como que controla la capital, donde la mitad de la población carece de derechos, esas elecciones no son más que la ridícula demostración de la impotencia de la comunidad internacional.

Publicado originalmente el 5 de octubre de 2004

Pocos días, o quizá horas, nos separan de las elecciones en Afganistán. No son muchas las ocasiones en las que la opinión pública occidental haya sido testigo silencioso de un fraude mayor y más descarado. Son escasas las informaciones que aparecen en la prensa detallando la auténtica situación afgana de hoy, y en ellas se intenta por lo general no tocar ni con el pétalo de una rosa ese acto fundamental de la democracia en el Primer Mundo (y en algunos países del Tercer Mundo también, por qué no aceptarlo) que en la realidad afgana se convierte en un auténtico circo.

Hace apenas una semana, el flamante Premio Príncipe de Asturias de Ciencias Sociales, el economista norteamericano Paul Krugman, exponía el fraude en su columna de opinión de The New York Times: “En estos días, el señor  Bush y otros funcionarios de la administración hablan con frecuencia sobre los 10,5 millones de afganos que se han registrado para votar en las elecciones de este mes, citando la cifra como prueba de que, después de todo, la democracia avanza a pasos de gigante. Cuentan con que el público no sepa y que los reporteros no mencionen que la cantidad de personas registradas supera considerablemente los estimados de población que cumple con todos los requisitos. Lo que califican como prueba de que la democracia avanza es en realidad la prueba de un fraude electoral a gran escala.”

¿Creemos a Krugman? El ilustre jurado que le ha otorgado el galardón más importante de España a la actividad intelectual en el campo de las Ciencias Sociales al parecer confía en sus trabajos, su pensamiento y sus enfoques científicos. Me sumo a esa confianza.

Por otra parte, algunas ONGs alertan que el peligro mayor para los votantes consiste en las presiones ejercidas por las milicias de los señores de la guerra a favor de uno u otro candidato. Y dado que los señores de la guerra (con algunos talibanes incluidos) son los que tienen el control real, el fraude vuelve a estar servido.

En zonas más conflictivas como la provincia de Kandahar, las pocas encuestas realizadas hablan de la oposición generalizada de los hombres a que las mujeres ejerzan el voto. Por supuesto, en esas zonas a nadie se le ocurriría hacer campaña por la única candidata presidencial, que desde una choza semiderruida en Kabul, con la ayuda de una veintena de entusiastas, intenta al menos llamar la atención hacia la tristísima situación de las mujeres en su país, sólo algo menos terrible que en época de los talibanes.

La celebración de elecciones libres es, sin la menor duda, el elemento básico de donde nace la verdadera democracia. Y no es necesario insistir en eso en un país que, gracias a las urnas, se libró hace algo más de medio año de un gobierno autoritario de derechas que emprendía su particular camino hacia el mesianismo a la gringa siguiendo a su presidente, hoy por suerte para algunos estudiantes norteamericanos de postgrado, historiador analfabeto y plagiario de enciclopedias de tiempos de Franco.

Pero, en un país que carece de estructuras, donde el gobierno central apenas hace como que controla la capital, donde la mitad de la población carece de derechos, donde la inmensa mayoría de las personas nunca ha participado en unas elecciones y no tiene muy claro en qué consiste el proceso, en un país donde los cultivadores y traficantes de heroína mueven unas cantidades de dinero muy superiores al presupuesto nacional (compuesto este no de ingresos fiscales, sino de ayuda extranjera, prometida en abundancia, pero concedida a cuentagotas) y donde el oscurantismo religioso, talibán o de otras tendencias, marca la cotidianidad en el total de las zonas rurales y en buena parte de las urbanas, esas elecciones no son más que la ridícula demostración de la impotencia de la comunidad internacional para enfrentar con seriedad los problemas de un país que podría seguir siendo un nido de avispas venenosas durante muchas décadas.

A golpe de propaganda nos han metido en el cerebro la convicción de que toda papeleta depositada en una urna es garantía de democracia (salvo cuando es elegido alguien que nos da miedo, como en el caso de Lula hace unos años: ahí, para curarnos en salud, lo mejor es presumir un pucherazo), de manera que, como nuevos perros de Pávlov, ante la noticia de que se celebran elecciones nuestro órgano democrático experimenta un orgasmo.

Permítanme que el mío, quizá ya viejo o encallecido por el cinismo de quien ha visto bastante, no se excite ni un poquito ante estas elecciones que, más que un acto de voluntad popular, son una nueva devaluación de los más elementales principios democráticos.