Trucos de salón
Y es que los grandes espectáculos a toda hora abruman a la audiencia, y nada mejor que un par de trucos de salón para calmar las emociones elevadas
Publicado originalmente el 19 de febrero de 2003
Una de las grandes ventajas del mundo moderno es que ya no hay que salir de casa para ser espectador de los grandes espectáculos de nuestro tiempo. Bien cómodos, calentitos -cosa que se agradece particularmente en estos días-, podemos seguir desde el salón de nuestros hogares la gala de los Oscar, el campeonato mundial de fútbol y las bendiciones semanales de los líderes religiosos. Y desde la primera Guerra del Golfo, con la inauguración de la redacción de espectáculos bélicos en directo, las grandes cadenas nos permiten contemplar los cataclismos contemporáneos de la historia humana con un vaso de vino en la mano, suspirando de lástima por las víctimas, y sintiendo una inenarrable felicidad porque esas bombas que, de noche, tiñen la pantalla de verde fosforito, no caen sobre nuestras ciudades ni aplastan nuestro edificio.
Y en los últimos días, quizá para preparar a la teleaudiencia ante la próxima catástrofe planificada -el 11-S se pierde en el recuerdo, a pesar de los frecuentes recordatorios-, en nuestros televisores somos testigos de batallas no por incruentas, menos ominosas. En lugar de ciudades bombardeadas, nos asomamos al Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, a una cumbre extraordinaria de la Unión Europea, a una sesión del parlamento, y seguimos informes, intervenciones, acusaciones o discursos como si de un combate de boxeo se tratara. Unos atacan y otros se defienden, a veces al contragolpe, y nosotros, desde nuestros butacones, los acompañamos con simpatía u odio, con comprensión o rechazo, pero muchas veces con la sorpresa como inesperada compañera.
Incluso en aquellos hechos en los que hemos sido partícipes, su plasmación en espectáculo televisivo nos sorprende. Vemos decenas de calles llenas de gente a lo largo de kilómetros, y un presentador, leyendo cifras oficiales, nos informa que se trataba sólo de unos pocos miles de personas. Y no importa que hayamos estado allí, que hayamos sido parte de una enorme multitud que durante horas desfiló por anchas avenidas, que la imagen que nos muestran ratifique los grandes números: el editor de efectos especiales, técnico que antes pertenecía a las plantillas del cine y ahora trabaja sobre todo en delegaciones del gobierno, escamotea cien mil personas (como en Oviedo) o un millón (como en Barcelona) y se queda tan ancho. Y busque usted dónde protestar, que la respuesta será siempre la misma: cambie de programa o apague la tele, que para eso tiene el mando a distancia.
Y es que los grandes espectáculos a toda hora abruman a la audiencia, y nada mejor que un par de trucos de salón para calmar las emociones elevadas y provocar un par de risitas, una mueca de cinismo, un gesto de desdén o una mirada suspicaz, con la intención siempre vana de descubrir dónde han escondido la paloma o en qué sitio se han metido las liebres.
Así, moviendo con agilidad los dedos ante la cámara y haciéndole un guiño al público, se hacen desaparecer los discursos belicistas y las muecas amenazadoras, se ocultan en un pispás los trajes de camuflaje de la Delta Force y, al agitar la varita, ante nosotros aparecen defensores de la paz, beatíficos seguidores de la legalidad internacional, enemigos de las guerras preventivas y toda agresión bélica imperial, sacerdotes del respeto a la vida de otros pueblos y fans de la soluciones políticas y negociadas. O se cubre con un paño oscuro el estrado donde un perrito faldero mueve la cola ante su amo, que viste el glorioso uniforme de combate de los Marines, y al retirar la tela aparecen dos pacíficos agricultores retirando los espantapájaros para no molestar a las avecillas del campo.
Entonces, estábamos equivocados. No sabemos contar, no entendemos bien nuestro idioma -sea cual sea-, no tenemos ni pajolera idea de legalidad internacional y, lo peor de todo, no sabemos nada, absolutamente nada, de cuáles son nuestros intereses nacionales. No nos hemos enterado de las terribles amenazas que penden sobre nuestras cabezas, y no tiene sentido que insistamos en exigir pruebas, porque a fin de cuentas no vamos a poder interpretar nada. Y, para colmo, nos hemos creído eso de la voluntad popular, hemos prestado atención a ese aforismo de la vieja Europa, escrito en una lengua tan vieja como el latín, a esa tontería que dice “vox populi, vox Dei”. Qué ilusos. Porque, como nos han enseñado en estos días, la única legitimación democrática la dan los votos. Nuestra opinión, por el arco del triunfo, ni más ni menos.
¿Será por eso que cada vez se ponen menos cosas a votación?