Justo Vasco

Tras las huellas de Herodes

Enciendes el televisor y ya esperas, con el corazón encogido, la noticia del más reciente infanticidio. Con detalles cada vez más escalofriantes.

Publicado originalmente el 25 de enero de 2002

En las escasas semanas transcurridas desde el día de Año Nuevo, los telediarios nos han traído, en repetidas ocasiones, noticias sobre muertes de niños. Por supuesto, no se trata de un fenómeno nuevo: en el Tercer Mundo perecen diariamente entre siete y diez mil niños por hambre, enfermedades o guerras, según las estadísticas más autorizadas. Lo curioso y estremecedor es que esas muertes ocurren en España, país del Primer Mundo, la décima economía del planeta. Y que son muertes violentas, por homicidio o abandono. El toque de horror que le pone la guinda es que los asesinos han sido los padres de las víctimas.

Recién nacidos abandonados en contenedores o vertederos; bebés acuchillados por madres que acaban de parirlos; niños estrangulados o degollados por su madre o su padre, en un ataque de ira, en un delirio de narcómano o por venganza. Enciendes el televisor y ya esperas, con el corazón encogido, la noticia del más reciente infanticidio. Con detalles cada vez más escalofriantes.

Ni el frío mundo de las estadísticas se salva de esta ola de actos de salvajismo: los datos sobre el maltrato infantil son más que preocupantes. De nuevo la violencia, de nuevo el abandono o la desatención. Los resultados no son tan definitivos como en los casos antes mencionados, pero siguen sembrando una semilla que dará sus frutos podridos a largo plazo, pues en muchas ocasiones, de un maltratado crece un maltratador, quizá por aquello de que no imagina una manera más contundente de relacionarse con el mundo, sobre todo con aquella parte del mundo que depende de él: sus hijos pequeños.

Por otra parte, los niveles de consumo de alcohol entre los menores de edad y la pasividad con la que la sociedad y, en particular, sus padres se enfrentan al problema –si es que lo hacen de alguna manera- ha hecho saltar las señales de alarma hasta en los entresijos del gobierno de la nación, que tantas cosas resuelve con un complaciente y machacón “España va bien”.

¿Qué nos está ocurriendo? La respuesta de que siempre ha sido así y que ahora los medios de comunicación informan más, no vale para estos casos. Los niveles de información del siglo XXI son más o menos los mismos que en la última década del siglo XX. Y una sesión de hemeroteca nos pondrá ante el hecho de que estos últimos meses en España han sido, en este sentido, más crueles que en otros tiempos recientes. Por tanto, habría que buscar las causas más allá de la eficiencia de los medios de comunicación.

La acción de los parricidas se apoya en la indiferencia y omisión del resto de los ciudadanos, al menos de la gran mayoría. En esa omisión, que adquiere diversos rostros: desde la desidia o las justificaciones de la administración –“aquí no se maltrata tanto como dicen esas cifras”, o “no podemos actuar de oficio, sólo cuando hay denuncias”- hasta una concepción hipócrita de la intimidad, el deseo de no buscarse problemas o la tendencia moderna a “aparcar” los hijos por el día en la escuela, y en las noches de fines de semana donde a ellos mismos se les ocurra.

En una novela de ciencia ficción de los años cincuenta, la Tierra es invadida por una poderosa flota de una avanzadísima civilización extragaláctica. Agotadas por inútiles todas las formas de resistencia armada, los gobiernos mundiales se deciden a negociar: a algún arreglo se podrá llegar, dado el talante meditativo y filosófico de los invasores. Pero éstos se muestran decididos a eliminar a la raza humana del planeta. ¿Por qué? Pues porque son la única especie que sistemáticamente destruye su futuro, matando y maltratando a buena parte de sus crías.

Parece que los invasores del espacio estelar tenían razón.