Obediencia debida
En los estados democráticos de derecho, donde se respeta la pluralidad, la diversidad, los derechos humanos, la legalidad internacional, etc., etc., se supone que las representaciones diplomáticas lo son del país, de la nación, y por consiguiente, del pueblo.
Publicada originalmente el 23 de octubre de 2002
De mucho coraje tiene que haber hecho acopio don Fernando Valderrama, hasta hace pocos días encargado de negocios de España en Irak, para renunciar públicamente a su puesto, haciendo manifiesta su discrepancia con el apoyo incondicional de José María Aznar a cualquier ocurrencia imperial que sea también aplaudida por sus otros dos compañeros de juerga milenarista, Blair y Berlusconi, esos campeones de la lucha del bien contra el mal. Mucho coraje, y supongo que paciencia, además de capacidad de asimilación, debe tener este casi con toda seguridad ex diplomático, pues en sus largas meditaciones sobre su situación y la actitud a tomar tiene que haber considerado el linchamiento moral a que lo someterían, directamente o a través de medios de comunicación afines, los cristianísimos dirigentes del PP desde sus catedrales madrileñas.
Los argumentos de difamación han sido variados, desde la acusación lanzada por la muy beata Ana de Palacio de que la renuncia se debía al miedo, hasta la más mesurada de que el renunciante debió mantener discreción con respecto a sus motivos, ya que estaba obligado a ejecutar la política dictada por el gobierno al que representaba hasta ese momento.
El exabrupto de la señora ministra de exteriores quizá se justifique: con esa dimisión, el señor Valderrama le ha aguado uno de los meses más felices de su vida, el de la canonización de su ídolo, Escrivá de Balaguer. Y, como se sabe, los aguafiestas se merecen todo lo que les caiga encima. Incluyendo la venganza, que se materializará en el nombramiento del díscolo funcionario como vicecónsul en la Antártida, para que vaya enfriando sus ardores de conciencia.
Lo interesante es el otro argumento, el de la obediencia debida. En los estados democráticos de derecho, donde se respeta la pluralidad, la diversidad, los derechos humanos, la legalidad internacional, etc., etc., -para ahorrar la lista de todos los excelsos atributos que nos ponen a la cabeza del eje del Bien-, se supone que las representaciones diplomáticas lo son del país, de la nación, y por consiguiente, del pueblo. En el caso de España, en el punto 2 del Artículo 1 del Título Preliminar de la Constitución vigente, dice: “La soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado.” Y, curiosamente, en todas las encuestas que el gobierno y sus medios afines ningunean con pertinacia, a veces después de haberlas convocado ellos mismos, queda claro que el pueblo español está decididamente contra la guerra en Irak. ¿No emana de esa opinión mayoritaria algo que deban tomar en consideración los poderes del Estado, en especial el ejecutivo? Me atrevería a decir que el señor Valderrama, en su objeción de conciencia, ha tenido más en cuenta a quien verdaderamente representa -el pueblo español- que a sus eventuales jefes.
Cuando, en 1968, el poeta mexicano Octavio Paz hizo pública renuncia a su cargo como embajador mexicano en Nueva Delhi después de conocer la masacre de la Plaza de las Tres Culturas, llevada a cabo con toda impunidad por jefes y oficiales de las fuerzas armadas de su país, recibió el aplauso universal. Y dentro de las controvertidas posiciones políticas del Nóbel azteca, que tantas críticas y ataques directos le granjearon dentro y fuera de su país, ese momento queda como un acto de valor ético indiscutible.
Por suerte para el señor Valderrama, no ha tenido que ser testigo de la muerte violenta de miles de iraquíes bajo las bombas de una armada aérea en la que podrían estar participando pilotos españoles. Eso quizá le toque a su sucesor. Pero negarse a ejercer como mensajero de un gobierno que se permite todo tipo de insultos y amenazas de guerra contra un país con el que mantiene relaciones diplomáticas es, sin lugar a dudas, un gesto que lo enaltece, y más aún en estos momentos, en los que ese mismo gobierno se dispone a cubrir los cabellos de su beatísima ministra de exteriores con un púdico velo más o menos islámico, para no herir la sensibilidad de los ayatolas fundamentalistas que acompañan y vigilan al presidente de Irán -uno de los pilares del eje del mal, según el súperpapa Bush, mejor dicho George II- en sus viajes oficiales.
Y si algo hay que lamentar en todo este episodio, es que no haya más funcionarios así en embajadas, ministerios, consejerías y ayuntamientos, que no contemos con legiones de hombres que antepongan la ética a la coyuntura, la moralidad a su carrera. Quizá no fuéramos tan ricos, pero dormiríamos mucho mejor.