Justo Vasco

Miente, que algo queda

Publicado originalmente el 7 de enero de 2004

A pesar de tanta palabra altisonante, de tantos preámbulos constitucionales llenos de buenas intenciones y elevados criterios, la práctica política cotidiana de nuestros días se nutre más de Maquiavelo y Goebbles que de los padres de la democracia moderna.

No hablamos de confusiones, equivocaciones o ineficacia; muchas son las decisiones que toman los gobernantes en este mundo ancho y cada vez más ajeno, que se fundamentan en el puro desconocimiento de sus realidades sociales, en informes de asesores que están donde están por fidelidad, no por capacidad, en resúmenes avalados por ministros o secretarios con serias carencias intelectuales, a los que hubo que nombrar porque representan tal o más cuál ala del partido.

Si todo se resumiera en un cúmulo continuado de yerros, la solución, aunque difícil, estaría al alcance de las personas honradas, eficientes, capaces y amantes de la verdad. Habría conflictos, pero como se sabe, sin ellos no hay movimiento hacia delante. Y las sociedades llamadas avanzadas –entre ellas la española- quizá llegaran a serlo de verdad.

Se trata, sin embargo, de que la mentira se utiliza de forma cada vez más descarada para avalar posiciones políticas o para aniquilar al adversario, sobre todo en períodos preelectorales. Y cuando no basta, se mezcla con la omisión de información, creando de esa manera una mezcla que envenena constantemente el proceso de información, debate y discusión que debe primar a la hora de escoger el camino por el que discurrirá el país durante los próximos cuatro años.

Tomemos, por ejemplo, al señor Zaplana, portavoz del gobierno pepero. Un día se para frente a las cámaras y lee una vitriólica declaración contra el tripartito catalán, aún antes de que tome posesión. Y dos semanas después, con la cara tan fresca, dice que fue un exabrupto ante la pregunta de un periodista. Santo y previsor barón, que prevé los exabruptos, los lleva escritos de antemano y los lee sin que le tiemble la voz por la emoción.

O la ligereza con la que, primero Acebes y después Rajoy, despachan el documento del Tribunal Supremo que le fuera entregado al primero hace casi cuatro años, cuando concluía el primer gobierno del PP, donde la máxima instancia de la justicia recomienda lo mismo que ahora plantea el PSOE en su programa electoral: que los tribunales superiores de justicia de cada comunidad autónoma sean las máximas instancias judiciales en la aplastante mayoría de los casos, para que el órgano supremo de la justicia pueda dedicarse a establecer la doctrina jurídica y no se vea abrumado por decenas de miles de casos que, en puridad, deberían resolverse de forma inapelable a un nivel más bajo. El señor Acebes habla de “otra legislatura”, como si no se tratara de los mismos perros con el mismo collar, y el inefable Rajoy habla de “papeles antiguos”. Si esa es su valoración del tiempo, no quiero saber qué piensa en la intimidad de la Constitución.

Y el señor Aznar, del cual por suerte nos olvidaremos a los pocos días de su mutis definitivo, habla de los pilares de la nación, del feroz atentado contra su esqueleto intentado por los socialistas, en aviesa alianza con los radicales y extremistas de la hoz y el martillo por un lado, y los separatistas periféricos por otro. Y entre esos pilares, sin que le tiemble la voz, menciona al Senado. Ese mismo Senado que, definido por la Constitución como “cámara de representación territorial”, nadie sabe bien para qué sirve.

Al menos, para representar a las comunidades autónomas, no. Para reunir a varias decenas de padres de la patria y permitirles, de esa manera, devengar jugosos salarios, sí. Pero eso no significa que sirva para nada, al menos en el concepto de “servicio” que implica la democracia. Y reformar el Senado no parece interesar en serio a nadie. Al menos, al gobierno de la derecha, de ninguna manera.

Y así, entre clamorosas mentiras dichas sin el menor recato, el ciudadano puede llegar a la conclusión de que la política no tiene mucha importancia, de que en ella no hay honor ni apego a la verdad. Y eso sin meternos en el azaroso terreno de la especulación inmobiliaria, del tráfico de influencias, de la asignación de contratos para obras y servicios públicos y otros tantos rincones oscuros que repiten con creces, en el primer mundo, las lacras que echamos en cara a los gobiernos del tercero cuando queremos ahorrarnos unos duros en fondos para el desarrollo o la colaboración internacional porque tenemos que entrar como comparsas en alguna guerrita sanguinaria organizada en Washington.