Justo Vasco

Las nuevas migraciones

La historia de la Humanidad es la historia de las migraciones, del desplazamiento constante de bípedos cada vez más hábiles, con un cerebro cada vez más voluminoso, a partir de su meseta natal, en el este africano.

Publicado originalmente el 6 de noviembre de 2002

Hace muchos, muchos siglos, impulsados por lo mismo que siempre ha hecho desplazarse a los grupos humanos de un rincón a otro de nuestro planeta -falta de alimentos, sequías, guerras, y sus resultantes, hambre, epidemias, y en suma, muerte segura-, varios millones de personas, llevando a lomos de sus cabalgaduras (o de sus esclavos, los más afortunados) sus enseres y riquezas, abandonaron sus lugares de residencia y migraron, preferentemente de Oriente a Occidente y de Norte a Sur. Ocuparon nuevas tierras, bien como dominadores o como nuevos vasallos, se establecieron, mezclaron sus culturas con otras más o menos desarrolladas que la propia y dieron lugar, mediante un inevitable mestizaje, a los núcleos de población que, con el paso del tiempo, se convirtieron en los  pueblos europeos que ahora conocemos.

Pero el fenómeno no es exclusivo de Eurasia. Los investigadores hablan de grandes migraciones en la Polinesia, y la América precolombina, asiento posterior de grandes civilizaciones,  fue poblándose, de norte a sur, gracias al desplazamiento de diversos grupos humanos que alguna vez quizá formaron parte de un único colectivo originario.

La historia de la Humanidad es la historia de las migraciones, del desplazamiento constante de bípedos cada vez más hábiles, con un cerebro cada vez más voluminoso, a partir de su meseta natal, en el este africano. Por ahora es así, mientras no se descubra otra cosa. Y no hay que ser arqueólogo o historiador para conocer de migraciones y migrantes. Ahí están las grandes guerras del siglo XX, que provocaron un enorme flujo de personas a través del Atlántico, muchas de las cuales viven todavía. O las hambrunas descomunales, que mantienen en movimiento a pueblos completos en el África subsahariana.

Por lo tanto, no es nada aventurado constatar que cualquier intento de poner coto a las migraciones es totalmente inútil. Más inútil todavía que los incontables experimentos de totalitarismos de toda laya, destinados a acallar los anhelos de libertad inherentes a los seres humanos. Ni más ni menos que poner puertas al campo.

Las razones de esas migraciones siguen siendo las mismas, amplificadas ahora por las consecuencias de una edad de la información que, si bien no ha producido más sabios, ha creado innumerables leyendas y paraísos virtuales,  llevando a la mente de millones de personas la idea de que, junto al infierno en que viven, al otro lado del mar, del río, de la alambrada electrónica, hay un paraíso sin carencias ni privaciones.

Pienso que la única posición lógica ante los fenómenos migratorios contemporáneos, tan parecidos a los de siempre, es aceptar su existencia, su inevitabilidad y lo fútil de todo intento por impedirlos. Y su ordenamiento no puede basarse en la consideración del inmigrante sólo como fuerza de trabajo destinada a cubrir carencias estructurales o poblacionales en los países ricos. Quienes cruzan las fronteras, en pateras o en aviones, son seres humanos, con toda la carga de defectos y virtudes que los conforma. Y quienes los esperan a este lado de la barrera, con simpatía o con miedo, con aceptación o con rechazo, son otros seres humanos, ni mejores ni peores, o como bien se dice en la Declaración política del III Encuentro Estatal y Europeo de Inmigrantes, celebrado la semana pasada en Gijón, ni siquiera iguales, sino equivalentes. De igual valor, según la etimología.

Esa equivalencia en la diversidad y la interculturalidad -que no multiculturalidad, engendro de lo políticamente correcto, cuya materialización, en última instancia, es el gueto donde se encierra al otro, al que es diferente-, postulada y defendida por los participantes en este importante cónclave, es el elemento básico para asumir y canalizar, desde posiciones humanistas y racionales, un fenómeno tan viejo como el hombre y que sólo desaparecerá con él. Es lo que nos permite ponernos en el lugar del otro con la piel y el corazón. Y aquí en Asturias, ponernos en el lugar de los abuelos que un día, impulsados por la guerra y el hambre, se fueron a hacer las Américas, o a dejar su sudor en las fábricas alemanas, belgas u holandesas.