Justo Vasco

La puerta del night-club

La puerta del night-club se abrió, dejando escapar algo de ruido y un leve aroma de tensión íntima, que conmovió por un instante a las parejas que esperaban afuera una mesa.

El hombre –un tipo de baja estatura, cabellos ralos y guayabera abierta- abrazaba con afanes de octópodo a una muchacha rubia, de apretado pitusa y blusa ceñida. Tropezando continuamente, subieron los pocos peldaños que los separaban de la acera. Antes de cruzar la calle, el hombre se en­derezó. Unos metros más allá, en su caseta de mampostería, el cuidador del parqueo sonrió para sus adentros al percibir, a la luz de un carro, el bulto que tensaba todavía los panta­lones del hombre. “¡Qué suerte tiene el cubano!”, se dijo para sus adentros, con una expresión burlona donde el recuerdo de amores pasados podía más que la envidia masculina.

La pareja cruzó la avenida sin prisa, aprovechando el escaso tránsito de la medianoche. Pasaron junto a la caseta, mientras el cuidador comenzaba a garabatear el recibo correspondiente. Atrás, cerca de la pared, Juan Carlos se movió, inquieto. Entrecerró los ojos y siguió con la vista los pasos erráticos de aquel extraño animal de cuatro patas y –al parecer- un solo torso, que unía sus dos cabezas por los labios sobre la marcha.

El hombre y la muchacha llegaron junto a un Lada azul oscuro, casi al extremo de la fila de carros. La sorda lucha jubilosa continuó allí, con masajes y movimientos espasmódicos de cabezas. Por fin, se despegaron y la mujer rodeó el auto.

Desde la caseta, el cui­dador advirtió la figura indefinida que se apartaba de la pared y se acercaba con cierta cautela al vehículo. “¡Lo único que me faltaba!”, pensó y tocó la culata del revólver con indecisión. En sus cinco años como CVP nunca habla teni­do que usar el arma, y la inminente posibilidad de hacerlo lo inmovilizó por completo.

El hombre se inclinó, buscando la cerradura con mano imprecisa.

“Díaz”, se oyó la voz a sus es­paldas.

Juan Carlos, apenas a cuatro o cinco pasos, dejó caer un periódico enrollado y si­guió acercándose.

La muchacha miró con interés al recién lle­gado, mientras el hombre continuaba intentando meter la llave en la cerradura.

“Díaz”, insistió el recién llegado.

Atrás, el cuidador se acercaba al grupo.

“¿Si?”, respondió el inter­pelado, irguiéndose a medias.

“Soy yo, Fonseca. Juan Carlos Fonseca”, dijo el recién llegado, ya junto al hombre.

Más que miedo, Díaz sintió perplejidad: ¿qué hacia Fonseca por allí? ¿Qué quería? Se volvió para indagar y, en ese momento, reci­bió el primer golpe en un costado de la cabeza. Sólo tuvo tiempo para una mirada de incomprensión antes de que, por se­gunda vez, el grueso tubo metálico le hendiera el cráneo. Su última percepción fue un sonido agudo, histérico, que en pocos segundos se apagó en sus oídos, sin dejar rastro.

“Sí, yo lo vi todo. Dos golpes en la cabeza. Dos golpes, sí, con ese tubo. Imagínese, teniente, lo debe haber matado. No, se quedó quietecito allí mismo, no hizo ni un solo movimiento. ¿La muchacha? Venía con el muerto… bueno, con la víctima. Salieron del club ese que está frente al parqueo. Bueno, yo estaba solo, tuve que gritarle al sereno del cine para que llamara a la patrulla. ¿Desde qué hora? Como desde las nueve, sí. Creo que eran las nueve cuando llegaron. No, no lo vi entrar. Yo creo que debe haber entrado por la cerca de atrás. ¡Qué va, teniente, por la puerta no entró! Bueno, tengo que hacer de todo: de CVP, cobrar el parqueo. A nadie le gusta el turno de noche. ¡Dígamelo a mí, que yo cubro las dos plazas! ¡Eso sí, allí no entra nadie si…! ¿La muchacha? Pues fíjese que no me di cuenta. Vaya, con el lío que tenía armado, quién se va a fijar en una mujer desmayada detrás del carro, teniente. ¡Ah sí! Cuando vino la patrulla fue que la encontramos. Óigame, como un pollito, tirada allí. Pa’ mí que le dio un infarto del susto. No, primera vez que los veo. Ni al tipo ese, al negro, o a la parejita. Cinco años, casi desde que me retiré. ¿El negro? Bueno, cuando yo llegué con el revólver en la mano, soltó el tubo y tampoco se movió. No, nada. No abrió la boca. Mire, por sí acaso yo le seguí apuntando, no fuera a… Sí, cuando yo lo vi acercarse al carro, salí de la caseta. Claro, pensé que iba a robar o a quitarle el dinero al tipo. ¡Quien se iba a imaginar…! No, de verdad que no hizo resistencia. Ni siquiera me miró, oiga; tenía los ojos clavados en el tipo que estaba en el piso. ¿Y no sería una venganza, teniente? Ahora pienso que quizás lo estaba velando, pa’ matarlo allí mismo. Porque si hubiera sido un ladrón, y ya… ¿Yo? No sé si hubiera podi­do, teniente, nunca le he disparado a nadie. Y así, a bocajarro… No se que decirle. Bien… ¿Dónde? Ya está. Sí, teniente, de siete a siete, en días alternos. A ver, esta semana me toca… bueno, el sábado. La semana que viene, lunes, miércoles y viernes. Bueno, teniente. Hasta luego.”

Pasos firmes, uno, dos, tres, la cerradura apenas suena y, en la puerta aparece un oficial, de traje azul y gorra del mismo color. Detrás se adivinan otros hombres.

“Vamos”, invita al detenido con un gesto. Caminan hasta el final del pasillo y hacia donde le indican, con las manos visibles, encima de un buró con tapa de formica blanca.

“¿Nombre?”

“Juan Carlos Fonseca Rey”, responde por tercera vez esa madrugada.

“¿Dirección?”

De nue­vo repite, mecánicamente, su filiación, punto por punto. Los de­dos de los pies se mueven con cierta libertad dentro de los zapa­tos, ahora sin cordones. No lleva cinturón, pero el pantalón de mezclilla le oprime la cintura. Aquello le sorprendió: que al­guien pudiera pensar que él, Juan Carlos Fonseca, sería capaz de intentar un suicidio en la celda…

“¿Conocía al agredido?”

“Sí”, responde, y su mirada se endurece.

“¿Qué relación había entre ambos?”

“Díaz era subdirector de mi empresa…”

“¿Entonces?”

“Entonces, averígüenlo ustedes. ¿No son policías?”

“Ciudadano, no complique su situación.”

Se encoge de hombros. Ya todo le da lo mismo. ¿Cuántos años le echarán? ¿Treinta?

Le da igual. La cárcel -decían en el solar aquel de la calle Águila- era pa’ los hombres.

“¿No va a responder?”

Sacude la cabeza en un gesto negativo.

Los policías se miran entre sí y no dicen nada. El silencio crece, se espesa y queda colgando en el recinto, mientras los bombillos del techo llenan todos los rincones con una luz blanquecina. Juan Carlos se encoge instintivamente: el ayuno y el aire acondicionado hacen lo suyo. Qué cosa. Nunca pensó que, en las celdas, habría aire acondicio­nado.

“Tengo frío”, dice y mete la cabeza entre los hombros.

“¿Cómo entró al parqueo?”

Silencio.

“¿Desde qué hora estaba es­perando a la víctima?”

Silencio.

Diez, quince preguntas y conti­nua callado.

“Se lo está haciendo todo más difícil, ciudadano. Si nos ayuda, se ayuda a sí mismo”.

Se encoge más todavía, retira las manos del buró y se frota la piel erizada de los brazos.

El teniente se incorpora. Hace un gesto de fastidio y ordena: “Conduzcan al detenido a su celda.” Así. Igualito que en las películas.

El aire del pasillo es menos frío. Juan Carlos descubre una frazada sobre el camastro. Se acuesta, hecho un ovillo y se cubre hasta la cabeza. En pocos minutos, se queda dormido, con un sueño profundo y monstruosamente sereno. Como si ya no le quedara nada pendiente en la vigilia.