La otra cara de Israel
En Batya Gur, al igual que en otros escritores, artistas y pensadores israelíes, está la posibilidad de que esa nación no perezca devorada por el miedo a sus vecinos, la intransigencia, el racismo y el fanatismo religioso.
Publicado originalmente el 11-09-2003
En la última edición de la Semana Negra de Gijón participó una destacada escritora israelí nacida en Tel Aviv hace medio siglo, cuyas novelas de tema criminal gozan de una alta estima entre los lectores de su país, de Europa y de Estados Unidos, ya que su obra ha sido ampliamente traducida. En los libros de Batya Gur, que ese es su nombre, no hay asesinatos enrevesados o masacres monumentales, de ninguna manera. Lo que relata tiene que ver, más que con los efectos especiales tan de moda en estos tiempos, con el alma de un pueblo que apenas ayer, en términos históricos, ha recuperado un lugar en la geografía.
Esta escritora, mujer de talento, de gran modestia y fuertes convicciones, como pudimos comprobar los que tuvimos el placer de conversar con ella, no ha tenido nunca el menor reparo en criticar con dureza las actitudes de su gobierno y de una parte de la sociedad israelí hacia los palestinos y los árabes que residen en Israel. De eso habló con tristeza en los ojos durante su multitudinario encuentro con los lectores al comienzo del verano gijonés. “Si el miedo sigue dictando nuestra conducta, podríamos desaparecer”, dijo. Y su pesimismo está bien fundado, pues los diferendos entre pueblos no pueden dirimirse mediante actos terroristas individuales o de estado, discriminación y enfrentamientos religiosos, utilizando el pánico y la venganza como sustrato.
Ahora encontramos el nombre de Batya Gur en una noticia de prensa reciente. Según las informaciones, la escritora fue detenida cuando se opuso a que tres militares israelíes continuaran hostigando y burlándose de un septuagenario anciano palestino. Le horrorizó ver cómo tres jóvenes mujeres de su pueblo, aprovechando sus uniformes, sus armas y ese poder de vida o muerte sobre cualquier persona –iba a decir “cualquier árabe”, pero acabo de recordar cómo el ejército israelí aplastó con una motoniveladora a una ciudadana norteamericana que se oponía al derribo de una casa familiar en Cisjordania-, maltrataban durante largo rato a un anciano.
Batya Gur fue detenida cuando aquellas chicas de uniforme se negaron a identificarse, la agredieron verbalmente y se sintieron mortalmente ofendidas cuando la novelista explicó su posición: “No quiero sentirme como un alemán que miraba para otro lado cuando los nazis maltrataban a los judíos en la calle.”
Se podría decir más alto, pero no más claro ni más preciso. La Gur, al igual que centenares de miles de israelíes a los que su sociedad, hundida en un miedo cerval, se niega a escuchar, no quiere mirar para otro lado cuando descubre que en su país, fundado a partir de las culpas históricas de un Occidente antisemita que pasó largos años apartando la vista mientras Hitler aplicaba su monstruosa solución al “problema judío”, hay gente dispuesta a asumir la conducta de los partidarios más fanáticos del nacionalsocialismo.
Conociendo su obra y tras unas cuantas conversaciones con ella, me imagino que lo que más debió dolerle fue la juventud de las militares, su prepotencia y la seguridad de que nadie se atrevería a echarles en cara su iniquidad. O quizá fuera la falta de imaginación –que con tanta frecuencia acompaña al estamento militar cuando actúa como ocupante-, la incapacidad de ponerse en el lugar de aquel anciano asustado o de imaginar a sus propios abuelos en situación semejante.
El incidente se resolvió pocas horas más tarde y la novelista fue puesta en libertad sin cargos. La policía dijo que Batya Gur había llamado “canallas” a las militares y las había acusado de “comportarse como nazis”. La noticia no ha recibido una amplia divulgación y no ha sido motivo de comentarios, lo que parece normal en una zona caliente donde se suceden los atentados suicidas y los actos punitivos, con decenas de muertos de una y otra parte.
Mas para mí se trata de un hecho alentador, de uno de esos sucesos que reafirman la dignidad de una persona, de una época y de un país. En Batya Gur, al igual que en otros escritores, artistas y pensadores israelíes, está la posibilidad de que esa nación no perezca devorada por el miedo a sus vecinos, la intransigencia, el racismo y el fanatismo religioso. En ella y en su acto de desafío veo la otra cara de Israel, la que asomaba hace cuarenta o cincuenta años en la experiencia de los primeros kibbutz, la que tanto contribuyó a que el pensamiento más progresista de los siglos XIX y XX cruzara el Atlántico y echara raíces en diversos confines de América.
Quisiera estar seguro de que sus lectores en español, que se cuentan por decenas de miles, se solidarizan con esta valiente escritora tan amante de su país que no puede permitir que sus conciudadanos lo mancillen, pero no me atrevería a decirlo. El mundo, en los últimos años, se ha vuelto raro, que no complicado, y las opciones éticas que se apoyan en el arte no siempre son las que adoptamos en la vida real. Pero vaya al menos mi muy personal solidaridad con esta mujer israelí, capaz de defender sus principios como se dice en la lengua de Cervantes: con un par.