Justo Vasco

El campo del cubano loco

Sobre la incursión real de Justo Vasco en un campo de minas.

El turista español viajaba en el asiento trasero del vehículo, alternando miradas al mapa y al paisaje, planteándose la posibilidad de darse por vencido ante la somnolencia del mediodía.

– ¡Hostias! -y zarandeando al guía también adormilado-. ¿Puede decirle al conductor que pare un momento?

Un cartel en castellano a unos cientos de kilómetros de Saigón, bastante más allá del quinto pino, prácticamente en las afueras del globo terrestre. Un trozo de madera con unos caracteres grabados a punta de cuchillo otorgando nombre a una parcela desolada, El campo del cubano loco.

Se bajaron los tres del coche. El intérprete también estupefacto ante el cartel y el chófer, un viejo menudo con camisa militar, que se moría de risa y asentía y señalaba aquel pedazo de nada. Fue más difícil lograr que dejara de reírse que accediera a contarles aquella historia.

Al parecer, unos cuarenta años atrás, hicieron un alto allí unos soldados que escoltaban a un asesor cubano. El asesor, un tipo grande y tranquilo, dedicó el descanso a pasear por la zona hasta que escuchó los gritos horrorizados de los militares avisándole de que se encontraba en el centro de uno de los campos minados herencia de las fuerzas de ocupación. El oficial del destacamento, acercándose al límite de la zona segura, le indicó que no se moviera y que mantuviera la calma -como ya mucho antes de esa época las películas nos han enseñado a todos que debemos decir en esos casos-, tardarían varias horas en alertar a los artificieros más cercanos y otras tantas en volver con ellos. El cubano les respondió con sorna que le quedaba demasiado por hacer para permanecer allí tanto tiempo, y que si salía pisando exactamente donde lo había hecho para entrar, no era probable que le ocurriera nada. Era su pellejo el que se jugaba, le dijeron, pero que tuviera en cuenta que para seguir su plan de forma efectiva, tendría que salir de espaldas, de modo que las pisadas coincidieran sin alteraciones. Así lo hizo.

El viejo conductor había oído que aquel hombre se había hecho escritor de novelas policiacas y que había terminado por mudarse a España.

El sol favorecía los espejismos y al turista le parecía estar viendo allí al escritor cubano,  se imaginaba que salir de espaldas de aquel campo de minas había marcado lo que le quedó de vida, se preguntó si uno sobrevive del todo a una experiencia así.

Deseó que hubiera sido feliz en su prórroga.

 

© Juan Ramón Biedma / Abril – 2006