Justo Vasco

Historia y ficción

En general, soy ferviente seguidor de aquellos cineastas, como él y Ken Loach, que han enfocado su arte hacia temas políticos y sociales.

Publicado originalmente el 15 de enero de 2003

La película que más me ha impresionado en los últimos tiempos es Amén, la última obra del realizador griego Costa Gavras, una nueva entrega de cine político de altos vuelos, que se suma a Z, Estado de sitio, La confesión y otras de este director, empeñado en no olvidar la historia del siglo XX.

Confesaré que me encanta el cine de Costa Gavras. En general, soy ferviente seguidor de aquellos cineastas, como él y Ken Loach, que han enfocado su arte hacia temas políticos y sociales. Los efectos especiales no me sacan más que gestos de asombro por la eficiencia técnica de su realización, pero no perduran en mi memoria, porque uno se va acostumbrando a ellos y ya todo le parece poco. Sin embargo, los grandes dramas que han conformado la vida de pueblos y naciones, y el destino de los individuos atrapados en esos remolinos, siguen concitando mi más profundo interés y despertando en mí la emoción, a pesar de la opinión reinante de que eso ya no se lleva.

En Amen, película basada en el drama El vicario, del autor alemán Rolf Hochhuth, estrenado en Berlín hace casi cuarenta años con fuertes polémicas, se recrea uno de los momentos históricos más vergonzosos de la especie humana: la “solución final” del problema judío durante los terribles años del régimen nazi.

Pero Gavras no se queda en otro relato más sobre el horror de los campos de concentración. Esta vez, la tragedia se ve desde los ojos de Kurt Gerstein, un oficial de las SS, cristiano honrado que cree ayudar a su patria en guerra y queda anonadado cuando descubre que está tomando parte en el asesinato de millones de judíos. En su afán por intentar detener la barbarie de la que es testigo excepcional se dirige a pastores protestantes, a diplomáticos extranjeros, y llega a cometer lo que para un militar es un claro acto de traición, a tratar de conseguir la atención del Vaticano a través de un joven sacerdote y diplomático, Riccardo Fontana, que pone en conocimiento de Pio XII los detalles del genocidio y trata de que el embajador norteamericano ante la Santa Sede logre un pronunciamiento de su gobierno.

Los aficionados a la historia saben, de antemano, que no estamos ante una película de final feliz, que no existen efectos especiales que puedan borrar esa terrible mancha de la historia de Europa. El genocidio contra los judíos y los gitanos tuvo la complicidad del silencio hasta de los gobiernos que combatían contra las fuerzas del Eje. Y es en este sentido donde la película de Gavras conecta directamente con actos de barbarie mucho más recientes: Yugoslavia, Ruanda, Argelia, por citar algunos ejemplos donde el silencio de los poderosos ha sido el mejor cómplice de los asesinos.

Quizá por eso no veo como elemento ideológico central del filme la posición del papa de Roma ante la Shoah, aunque ocupe un gran espacio dramático de la trama. Será por mis convicciones anticlericales, o porque sólo considero al Vaticano como una enorme y peligrosa maquinaria de poder, muy alejada de la auténtica espiritualidad. Enorme por su alcance universal, y peligrosa porque es la única, hasta el momento, que a lo largo de dos milenios ha logrado conservar sus afiladas garras. La lasitud moral de ese aparato de poder cuando se enfrenta con otro más poderoso, como fue en su tiempo el Tercer Reich, contrasta con su ferocidad cuando consigue ejercer su dominio total. Si no, que se lo pregunten a muchos españoles que a lo largo de casi cuatro décadas padecieron el nacionalcatolicismo en su carne y la de sus hijos.

La predisposición del papa Pacelli hacia los nazis, por considerarlos los mejores aliados en la lucha contra el comunismo, parece bastante bien documentada desde sus años como nuncio en Berlín. Y la ayuda prestada por algunos jerarcas católicos para que criminales nazis pudieran huir a América hace tiempo que dejó de pertenecer al reino de la especulación.

Volviendo a la película: Kurt Gerstein fue un personaje real. Sus detallados informes, escritos en la celda donde aguardaba a ser juzgado como criminal de guerra, fueron muy útiles a la hora de documentar el monstruoso genocidio nazi. El padre Fontana, sin embargo, es un personaje de ficción. Pero no está sacado del aire, sino que reúne en un solo hombre a aquellos sacerdotes, católicos o protestantes, que denunciaron con valor las políticas de exterminio nazi y compartieron el destino de los judíos y los gitanos.

Los que defienden al Vaticano y critican a Amén argumentan que la introducción de ese personaje de ficción invalida la tesis histórica de la película. Curioso argumento, esgrimido en defensa de los grandes maestros de las más sangrientas ficciones históricas.