Justo Vasco

Hasta el fondo

El soldado se me queda mirando, vacila unos segundos y luego me sacude por un hombro:

– ¿Capitán Orozco?
– Sí —abro bien los ojos, me estiro, y el hombre se pone en “firmes”.
– Llamó el coronel. Dice que lo van a necesitar dentro de diez minutos en el estado mayor.
-Bien, gracias.
– ¿Puedo retirarme? -la gente siempre está falta de tiempo en este hospitalito de campaña.
– Puede —le respondo, y sigo sin moverme.

El soldado, presuroso, abandona el local. No es solo aquí: en esta guerra, todo el mundo está falto de tiempo. Los que vinieron de Angola, como el jefe, porque quieren terminar rápido. Los que vinieron de Cuba, porque quieren igualarse pronto a los otros.

Quisiera enjuagarme un poco la cara, pero el agua es solo para los heridos. Salgo al pasillo. Me atravieso, sin quererlo, en el camino de dos sanitarios que sacan un cadáver en una camilla. Es un oficial somalí. Tiene el torso vendado y el rostro cubierto por la camisa del uniforme. Me hago a un lado y los camilleros salen, cansados, al patio.

Me imagino que tendrán allí un depósito, una morgue improvisada. Cuando amaine el torrente de heridos, los enterrarán. En mi cabeza sigo viendo, como una ampliación a color, el vendaje blanquísimo y las grandes islas rojo oscuro, junto a los brazos huesudos del muerto.

Miro hacia el patio, donde pienso están de tránsito los cadáveres, y hago un leve movimiento con la cabeza. Me despido de Ajmed Daliwi, que ya debe estar allí. ¿Cuánto hace que murió? Miro el reloj: unos cuarenta o cincuenta minutos. De pronto, el tiempo me golpea dentro del cerebro, giro en el lugar y salgo a pasos rápidos. Cerca del Toyota, un sargento, con una venda en la cabeza, inicia un saludo. Lo inte­rrumpo con un gesto amistoso. El hombre sonríe, pícaro:

-Capitán, ¿no tendrá un cigarrito por ahí?

Mientras busco en los bolsillos, lo examino. La venda lo hace ma­yor, pero no parece tener más de veinte años. Saco la cajetilla de Po­pulares y se la tiendo.

– ¿De dónde eres? ¿Habanaro?
– No, capitán. De Cárdenas.
– ¿Cuántos años tienes?
– Diecinueve -me contesta y me devuelve la cajetilla. Me limito a tomar un cigarrillo.
– Quédate con ella. ¿No quisieras estar ahora en Varadero?, digo mientras le enciendo el cigarrillo con mi fosforera.
– ¡Coño, capitán! Claro que sí -el sargento chupa una gran boca­nada de humo, levanta la mano hacia las montañas, expele el humo y añade —pero después que pase por allí.

Le palmeo el hombro y monto en el jeep. Ahora, los somalíes están allí, en las montañas. Hace menos de treinta horas, estaban todavía aquí, en el pueblo, en todo este largo y reseco valle. Ahora es­tán esperándonos en la cordillera. ¿Cuántos cayeron aquí? El parte preliminar hablaba de mil quinientas bajas, entre ellas, más de sesenta oficiales. Hasta un coronel, que según cuentan, se suicidó. Y el ca­pitán Ajmed Daliwi, el Bambino, como lo decíamos en la universidad.

“Los caminos del Señor son inescrutables”, repetía el doctor Balboa, cuando daba las conferencias de historia en el bachillerato. Al menos, en eso tenía razón a primera vista. El Bambino, carajo. Nunca se me hubiera ocurrido que iba a verlo morir delante de mis ojos, aferrado a mi mano. Que iba a escuchar sus últimas frases, sus justificaciones, ahora sin sentido. Que ni siquiera podría prometerle ver a su esposa, a sus hijos, a su madre, para decirles que ya no lo verían más, porque había caído aquí como enemigo, atravesado por nuestras balas.

El centinela que custodia la casa de estado mayor me hace una seña con la mano. Doblo a la derecha y sigo, en busca de un lugar donde parquear. En la gran explanada, dejo el jeep justo donde termina una cerca bajita de madera. Camino hacia la entrada posterior de la casa. El centinela me saluda.

– ¿Ya llegó Vorontsov?- pregunto.
– ¿El general soviético?
– Ese mismo.
– Anda por allá -el centinela señala un punto en el horizonte, como a dos kilómetros: un punto oscuro que se mueve cerca de una línea de arbustos.
– ¿Quién está con él?
– Bueno, capitán, creo que el coronel Vega y unos oficiales etíopes.

Asiento con la cabeza y entro. Todavía no hago falta. Tropiezo con Ávila al empujar una puerta. Casi me da con ella en las narices.

– El jefe está terminando de bañarse. Puedes cogerte otro cigarro.
– ¿Qué onda? -le pregunto. Ávila fue alumno mío en la Universidad, hace ocho o nueve arios. Ahora, me lleva dos grados, pero a solas nos tratamos como lo que somos: viejos socios.

– Suave -me hace un gesto indefinido con la mano-. Los gimbes están contentos, y quieren festejar. Pero ya sabes cómo es eso: siempre se ha­bla de pincha, y como tú eres el estrella, el políglota…
– No jodas, Ávila. -Me llevo la mano al bolsillo, y recuerdo-: Mi­ra, dame un cigarro. ¿No has visto a Ortega por ahí?
– ¿Qué, te vas a meter a seguros ahora? El jefe no te va a soltar.
– No -aspiro ávidamente el humo-. Quiero darle unos papeles que recogí en el hospital.
-¿Fuiste por fin? ¿Qué fue lo de Pata’e plomo?

Así llaman todos al teniente coronel Martínez, jefe del regimiento de tanques. Lo más curioso es que el apodo se lo puso él mismo. Fue herido casi al final del combate: un cohete alcanzo su máquina.

– Libró. Cuatro esquirlas en la pierna derecha. Dentro de tres o cuatro días estará dando linga otra vez.
– Coño, Orozco, de verdad que ese hombre tiene la pata’e plomo. Ni los cohetes le entran -Ávila ríe, aliviado.
– Bueno, ¿viste a Ortega o no?
– Anda por allá atrás, con un mayor etíope. Ahí está, a la vuelta, apren­diendo a hablar amárico…
– ¡Ávila…! -se oye el vozarrón del general.
– ¡Aquí! ¡Voy! -responde éste y añade, en un susurro-: A ver qué quiere el jefe.

Camino un poco por la casa, metiendo la nariz por las habitaciones. Está un poco dañada —cosas de la guerra—, pero se ve que era una mansión amplia. Una planta, con diez o doce habitaciones, de ladrillos, con una enorme terraza al frente y los restos de un jardín. ¿De dónde sacarían el agua? Recuerdo ahora que tengo sed. Por dentro y por fue­ra. Daría cualquier cosa por echarme un jarro de agua sobre la cabeza.

– ¿Dónde hay un poco de agua? -pregunto al oficial de guardia.
– En la cocina -y, ante mi mirada inquisitoria, añade-: Salga por detrás, y allá verá el tanque. En el ala izquierda.

Por el camino, encuentro finalmente a Ortega. El jefe de contrainteligencia está sentado delante de una mesa y trata afanosamente de explicar algo a un oficial etíope. Este responde en inglés, con mez­cla de italiano. Ortega habla hasta por los codos, pero no logra ex­plicarse. Por suerte, no me ha visto cruzar por delante de su puerta. Si me atrapa, me jode. Me pone a traducir y luego… ¿quién aguanta al jefe si yo no estoy con él, cuando regrese Vorontsov? Paso de largo y salgo al patio.

– Échese sin pena, capitán -me dice el cocinero-, no me falta el agua.
– ¿Y ese milagro?
– Mire -y con gesto de mago abre una llave de la que brota un chorro de líquido-. Parece que el único pozo de por aquí lo tenía el dueño de la casa. Ve, está allá, en el cobertizo aquel -y me indica una edificación pequeña, como un cajón de ladrillos-. Con motor y todo.

Claro. Si el jefe se está bañando, quiere decir que hay agua de sobra.

– ¿Quiere café? -me dice, con la cafetera humeante en una mano.

Asiento. El cocinero me sirve medio jarro. Está fuerte. Pero quisiera un poco de agua fría.

– Eso sí que no tenemos, capitán. El refrigerador no funciona.

De nuevo, busco un cigarrillo. El bolsillo derecho vacío. En el izquierdo, mis papeles y el sobrecito con los documentos de Ajmed. Es él, allí en el bolsillo, en la sed interminable, en la sensación de su­ciedad que persiste en mi rostro, en la reflexión que ese encuentro y esa muerte me imponen y no quiero enfrentar.

El Bambino, el más duro de los somalíes, el amigo de los cubanos —después de Lenin, Fidel Castro es el hombre más grande de este siglo, decía siempre— el buen estudiante, que siempre agradecía a los soviéticos su beca en Moscú. “Mi padre era un pastor nómada –decía, con orgullo —yo seré ingeniero gracias al socialismo.”

El rostro juvenil y sonriente de Ajmed en “Novedades de Moscú”, su hablar rápido de un ruso fluido, cuando por la televisión hablaba de la paz, del pue­blo soviético, de la necesidad del socialismo para hacer el futuro.

Era ese mismo rostro, como si los años no hubieran pasado. Torcido por el dolor, semiinconsciente, oscilando de un lado a otro sobre la camilla. El torso cubierto por una sábana, color rojo hierro, a la que se pegaban, insistentes, las moscas. “Yo, en su lugar, no haría eso”, me dijo el enfermero, cuando vio que me disponía a levantar la sábana. “Tiene el vientre destrozado. No sé cómo es que todavía está vivo.”

Miré las charreteras de su camisa: capitán, igual que yo. Balbuceó al­go en su lengua, y abrió los ojos. Me miró así, callado, durante más de un minuto. Movió la cabeza, en señal de reconocimiento:

– Orozco, daragoi -su voz era un susurro jadeante, pero claro.

No supe qué decirle. A esas alturas, qué le podía reprochar. Ajmed estaba más allá de todo.

– No quise. El miedo… Recuerdas Halib… El médico… En cárcel, murió… Tengo tres hijos… Una casa en Mogadiscio… No quise, dara­goi. No tuve oportunidad…

Ahora vas a morir aquí, como una rata te estás muriendo, ya con las tripas afuera, cubierto de moscas, prisionero de aquellos a quienes una época llamaste tus amigos más queridos. Pero ellos cambiaron, no negaron su esencia, no comieron miedo, no te rechazaron.

-El ejército, sabes, tortura, fusila. Miedo, miedo a la muerte, Orozco, daragoi, ¿entiendes?

Sí, dije con la cabeza. Sí, te entiendo. Y hasta te di mi mano cuando la buscaste con un gesto débil, y me quedé al lado tuyo, viéndote morir mientras, inconsciente de nuevo, pedías agua, y el enfermero, que sabía el significado de vudú en ruso, me tendía un algodón húmedo.

Dije que te entendía y eso es lo que me encojona hasta el momento, eso es lo que no quiero recordar, porque no te entendía, no te entiendo todavía.

Traicionaste, Ajmed, pero hasta en eso tuviste miedo. Quisiste escapar de la muerte limpia para venir a rendirte ante la muerte sucia. El tránsito es el mismo, pero el final… Mejor será que nadie se acuerde de ti. En mi país dicen: de los muertos no se habla, o se habla bien. Y yo no puedo hablar bien de ti, aunque estuve humedeciéndote los labios hasta que ya no tenía sentido, hasta que la presión de tus dedos fue solo un roce mecánico, sin dolor, ni vida, ni arrepentimiento.

¡Ah, quisiera estar con el general, en el puesto de mando, en pleno combate, con los misiles cantando sobre nuestras cabezas!

Así, no tendría que pensar en que no quiero pensar. No sabes, Bambino, cuánto puede valer un día de ocio, un día de victoria en una guerra. Y tú me jodiste ese día. Y me ensuciaste un hermoso recuerdo. No te entendí, ni te entiendo aún. Y cuando lleguemos a la frontera y no quede una sola de tu gente pisoteando este suelo, tampoco te entenderé.

Me recuesto a la pared y termino de fumar el cigarrillo que me dio el cocinero. El jeep del general Vorontsov se acerca a toda máquina. Por allá adentro, escucho la voz gruesa del jefe, casi a punto de salir. Y puedo predecir todo lo que va a pasar dentro de unos instantes. Los generales se saludarán con un fuerte abrazo, como si no se hubiesen visto en largos años, como pudimos saludarnos Ajmed y yo si él hubiera compartido nuestra lucha. Se felicitarán por el éxito de hoy. Discutirán, reirán, anotarán cosas en un mapa, pedirán aclaraciones a sus cuadros, a los camaradas etíopes. Y yo discutiré, reiré y pediré aclaraciones a la vez que ellos, en español, ruso e inglés.

Luego, Vorontsov o el jefe, no sé cuál de los dos será el más rápido, propondrá un festejo por el éxito del combate. Hará una señal misteriosa a alguno de sus ayudantes y en un dos por tres, la mesa se cubrirá de conservas, vasitos metálicos, tenedores y cuchillos de campaña y botellas de Stolichnaya, de Havana Club o de alcohol de noventa.

Y se hablará del internacionalismo, de la hermandad de armas, del valor y decisión del pueblo etíope, de la victoria que todos vemos ya cercana. Y se lamentará el valor que derrochan los somalíes en una causa injusta. Y entonces, uno de los generales llenará los vasos, tomará el suyo entre los dedos y, con voz firme, propondrá brindar por la victoria y el socialismo, por el internacionalismo proletario.

Y todos, serios y solemnes, alzarán sus vasos. Y antes de llevarlo a los labios, el jefe y Vorontsov dirán, cada uno en su lengua, la única frase que no he tenido que traducir en esta guerra:

Do dná
– ¡Hasta el fondo!