Fuegos artificiales
Si se tropieza en la calle con algún líder político que le simpatice y que, además, aspire a algún cargo, tenga cuidado. Porque si lo saluda, alguien tomará nota y lo acusará en algún diario de comer en su pesebre.
Publicada originalmente el 29 de enero de 2003
Hemos entrado de lleno en la estación de los fuegos artificiales. Ni solsticio, ni equinoccio. Periodicidad: una vez cada cuatro años, siempre que el gobierno electo no caiga antes de tiempo. La atmósfera comienza a llenarse de promesas e iniciativas de todo tipo, todas razonables, todas necesarias. Pero eso es para los días de buen tiempo. Para los otros, las nubes de tormenta cargadas de acusaciones y anuncios de revelaciones trascendentales.
Puede haber incluso tormentas en vasos de agua, bañeras, pantanos o lagunas: el concejal tal acusa al gobierno del partido más cual de ser responsable de un escándalo que pronto será de dominio público; el consejero de aquí acusa al presidente de allá de haber financiado su campaña con fondos cuyo oscuro y tenebroso origen se revelará muy pronto en la prensa.
Se dan fenómenos extraños: si al postulable fulanito lo encuentran borracho en un club de carreteras, atentando contra las buenas costumbres y la moral pública, al otro día sale en el periódico echándole la culpa a alguien. Si la borrachera fue de ron, ahí están los agentes del castrocomunismo; si de whisky, pues la mano negra de la CIA. Si se pasó con el vodka, las mafias rusas pues; y si tiene la pechera del traje manchada de cuscús, está claro: los terroristas de Al Quaeda. En suma, que nuestro borrachín putañero es víctima de alguna terrible conspiración, y la judeomasónica ya no está de moda.
Hasta la lógica se deteriora en la estación de los fuegos artificiales. Un alcaldable de dudoso futuro político pretende distribuir las subvenciones a actividades culturales según lo que duren. De esa manera, un festival internacional de diez días podría recibir mucho menos ayuda, digamos, que una asociación que dé clases de piano, pues como todo el mundo sabe, para obtener algún resultado hay que estudiar, por lo menos, seis años. Un presidente de gobierno declara su apego a la legalidad internacional mediante el apoyo a una guerra preventiva, o sea de agresión, y sus posibles herederos, qué raro, no parecen estar ni por la guerra, ni por la paz, sino todo lo contrario, como definió Cantinflas. Eso, por poner un ejemplo sublime y otro ridículo.
Con los fuegos artificiales a favor y en contra hay situaciones peligrosas. Si se tropieza en la calle con algún líder político que le simpatice y que, además, aspire a algún cargo, tenga cuidado. Porque si lo saluda, alguien tomará nota y lo acusará en algún diario de comer en su pesebre. Y no se salva ni siquiera siendo extranjero y careciendo del derecho al voto. Además, los rayos pueden caerle de la derecha, el centro, la izquierda y la ultraizquierda (de la ultraderecha no, esos donde pueden usan el puño americano y el bate de béisbol, y donde no se esconden), porque el pesebre se ha convertido en deporte nacional y en todos esos puntos cardinales hay gente que sospecha que usted va a atentar contra sus posibilidades “pesebrables”. Así que, como en el Far West, primero se escupe y después…
Después, nada. Porque después son las elecciones y, en primer lugar, hay que festejar la victoria o sacar conclusiones de la derrota. Además, todos sabemos que las iniciativas preelectorales no se cumplen: nunca fueron presupuestadas. Y sin fondos, ya se sabe. En todo caso, se intenta algo, de corre corre y con bastante ruido mediático, pero sólo cuando se acerquen las elecciones siguientes. De lo que prometen los que pierden, nadie se acuerda, por supuesto. Y eso les permite, incluso, prometer exactamente lo contrario la próxima vez. Y las promesas de los ganadores, bueno, ellos mismos se encargan de que nadie les preste mucha atención. Total, en unos meses aparecerán nuevos problemas, o los mismos de antes con otra cara, así que borrón y cuenta nueva.
Lo peor de todo es que lo sabemos. Lo sabemos perfectamente. Los que sólo tenemos voz, y los que tienen voz y voto. Y, urgidos por mil situaciones cotidianas, legítimas o no, lo dejamos pasar. Somos miles los que aplaudimos a los candidatos cuando prometen, pero sólo los gravemente afectados exigen que la promesa se cumpla. De esa manera, el medio fundamental de la democracia -que no su fin, como algunos pretenden que creamos-, se desvirtúa cada vez más y la abstención, lentamente, gana el espacio que debería ocupar la preocupación consciente por la marcha de la sociedad.
Disfrutemos de los fuegos artificiales, procurando que no nos vayan a quemar. Y hagamos acopio de paciencia, que después viene la estación del desencanto.