Justo Vasco

Empedrando caminos

Las buenas intenciones que se encierran en la mayoría de los deseos para el nuevo año deben de ser responsables de muchos miles de kilómetros de amplísimos caminos que conducen a la gehena y otros departamentos del ígneo reino de Satanás.

Publicado originalmente el 1 de enero de 2003

Un proverbio español, no por muy repetido menos exacto, dice que los caminos del infierno están empedrados de buenas intenciones. La frase me viene a la mente porque las buenas intenciones que se encierran en la mayoría de los deseos para el nuevo año deben de ser responsables de muchos miles de kilómetros de amplísimos caminos que conducen a la gehena y otros departamentos del ígneo reino de Satanás.

Casi desde el momento en que se formulan, comienzan a ser incumplidos sin que nadie crea que se ha traicionado a sí mismo. Pues para eso son las buenas intenciones, mejor dicho, para eso han quedado. Para reunirlas en un ejercicio volitivo de baja intensidad y olvidarlas después. No importa que se trate de dejar de fumar, de bajar de peso, de cuidarse la dentadura o de aprender tal o cual idioma, esas intenciones serán metidas en el fondo del cajón en pocas horas, pocos días o, en el mejor de los casos, pocas semanas. Algunas almas nobles llegarán hasta a adquirir las píldoras para adelgazar, o pagar las primeras cuotas mensuales de gimnasio, incluso a abonar un trimestre en la escuela de idiomas. Pero con el tiempo todo volverá a su cauce.

Por eso, insisto, las enormes autopistas que llevan al infierno, esas por donde más tarde avanzan triunfalmente entes diabólicos de diferente naturaleza –desde terroristas suicidas hasta armadores codiciosos, desde curas pederastas hasta raelianos clonadores, desde promotores de asesinatos selectivos hasta salvapatrias genocidas, sin olvidarnos de los políticos irresponsables aficionados a la caza, por sólo citar unos pocos–, llevan incrustadas en su chapapote luciferino gruesas baldosas de buenas intenciones de Año Nuevo.

En vista de eso, no me he propuesto nada para este 2003. Dios proveerá, o si nos ha olvidado, como alegaba recientemente el escritor José Manuel Fajardo, el emperador de turno dispondrá y nosotros, a apechugar. Nada más alejado de mi encallecida comprensión del mundo actual que llenar una mochila de buenas intenciones para dejarla olvidada en la primera ocasión.

Pero, de todos modos, tengo una serie de deseos. Sí, me gustarían unos cuantos cambios para mejorar este planeta que compartimos más de seis millardos de seres humanos. Por desgracia, o quién sabe si por suerte para mí, ninguno de esos deseos depende de mis actos, y mucho menos de mis intenciones. Son cambios demasiado grandes, demasiado radicales, pero ahí van. Si se trata de soñar, soñemos a lo grande.

Por ejemplo, deseo que en unas próximas navidades, los ciudadanos de Haití puedan gastarse mil o dos mil millones de euros en su lotería de navidad, una vez cubiertas sus necesidades de alimentación, vivienda, educación y salud pública. Me encantaría ver a los directores de las agencias bancarias locales (seguro habrá también alguna del BSCH o del BBVA) correr tras los afortunados ganadores por las calles de Jacmel, Puerto Príncipe o Cabo Haitiano, prometiendo villas y castillas. Y disfrutaría con las imágenes de decenas de sonrisas brillantes en rostros de ébano, brindando con ron de caña y felices porque, finalmente, podrán hacer ese crucero con que tanto han soñado.

Deseo también que los ciudadanos de Etiopía se vean obligados a preocuparse por disminuir su consumo de proteínas y carbohidratos, para disminuir los índices de obesidad y enfermedades cardiovasculares. Cuánto me gustaría verlos acudir masivamente a gimnasios bien equipados, con piscinas climatizadas y saunas, acompañados de hijos bien alimentados y saludables. Y que sus únicos choques con países vecinos sean en terrenos de fútbol, disputando, por ejemplo, la Copa de África, o la del Mundo, por qué no.

Quisiera también que los gobiernos del Congo, de Sierra Leona o de Surinam dejaran de adquirir armas de todo tipo en los mercados europeos, norteamericanos o asiáticos, y que para no alterar la balanza comercial, compraran fábricas de equipos informáticos y de telecomunicaciones de última tecnología, para ayudar a satisfacer la creciente demanda de 4500 millones de consumidores dispuestos a comprar lo mejor de lo mejor.

Y mi mayor deseo sería que países como Ecuador, Marruecos y Rumanía ofrecieran, año tras año, cientos de miles de puestos de trabajo a gallegos, asturianos, cántabros y españoles en general, no sólo porque necesiten mano de obra, sino como reconocimiento solidario a personas que un día los acogieron con los brazos y el corazón abierto.

Sólo esos deseos, por el momento. El año próximo, veremos.