El sol
El sol se anunciaba con un leve resplandor rojizo tras el horizonte. La noche había sido corta, apenas unos tres períodos y medio. O tres horas y media, como solían decir los tradicionalistas.
En el cielo sin nubes se disolvía lentamente una de las lunas, inmersa en la naciente luz solar. Otra, grande y amarillenta, brillaba aún, hacia el suroeste. La tercera luna se había escondido desde dos períodos antes.
¡Hermoso espectáculo cuando los tres planetoides coincidían en el cénit! Era la fiesta más colorida del invierno: los jóvenes cantaban y bailaban en las plazas durante toda la noche, sin descanso, hasta que, al tercer día, ensanchado el triángulo luminoso, la noche comenzaba con el brillo fugaz de Talía, que acto seguido se escondía tras el horizonte.
Dos noches después, se perdía Aglaya y quedaba en el cielo, como indiscutida reina de la luz, Eufrosine, la mayor de las tres lunas. Y abajo, en la plaza de las flores, los jóvenes ofrendaban al astro nocturno, personificado en la más hermosa de las muchachas que habían llegado ese año a la pubertad, sus más tiernas inquietudes en líricas y ardientes canciones.
La fiesta concluía con la última ofrenda, la apoteosis del amor: muchachos y muchachas corrían a disfrutar, en la absoluta entrega mutua, de la vida que palpitaba en sus cuerpos y la ternura que rebosaba en sus corazones.
La repentina soledad de la plaza vibraba con extrañas corrientes, surgidas de todos los rincones donde el amor y la belleza se rendían mutuo tributo. Un aire nuevo se extendía sobre toda la ciudad y, a la mañana siguiente, todo parecía haber renacido.