Justo Vasco

El camino a la salvación

Me tranquilizaría saber, finalmente, que soy ciudadano de un estado aconfesional sin excepciones, ya que no laico. Que la religión y su estudio quedan confinados a la esfera de lo íntimo, de lo privado, de lo puramente personal.

Publicada originalmente el 18 de febrero de 2004

De nuevo se manifiesta la Conferencia Episcopal sobre un tema de actualidad que toca directamente al destino de seres humanos concretos, y de nuevo su intervención en la vida social asesta un mordisco a un grupo humano cuyos derechos, supuestamente, están protegidos por la Constitución, pero no siempre por leyes concretas ni siquiera, digámoslo sin hipocresía, por la sociedad como un todo.

Me gustaría ver que cuando se insulta o se declara anormales a gays, lesbianas, transexuales y otras personas cuyas opciones sexuales impliquen estilos de vida diferentes, se levantara el mismo coro unánime de reproches que como cuando los seguidores de los etarras pintan una diana en la puerta de un ciudadano que profesa ideas políticas ajenas al nacionalismo separatista.

Me encantaría ver que cuando una institución que se define como cúpula de la espiritualidad y guardiana de la salud de las almas ofende y subvalora a quienes han decidido vivir juntos sin pasar por ceremoniales vocingleros y dispendiosos, o sin otorgarle a ella el derecho a ratificar esa unión, se oyera un clamor de protestas airadas por parte tanto de los ciudadanos como de los políticos que han sido elegidos por aquellos como garantes de los derechos de los que, supuestamente, disfrutamos todos.

Me reafirmaría en la confianza de un futuro mejor para mi hija si la sociedad respondiera con masivos actos de repudio a quienes se solidarizan con los pederastas siempre que sean de los suyos, o a quienes culpan a la libertad plena por el incremento de la violencia contra la mujer mientras a ellas, en el confesionario, les ordenan callar y someterse. Y cuando hablo de actos de repudio, me refiero a lo que miles de ciudadanos hicieron contra los batasunos cuando el asesinato de Miguel Ángel Blanco.

Me conformaría con que quienes defienden a gritos, en aras de la libertad de expresión, el derecho de la Conferencia Episcopal a embestir contra todo lo que en nuestra sociedad se aleja del nacionalcatolicismo franquista, respetaran también el derecho de los que creemos que, para votar responsablemente, no habría que escuchar la voz de los obispos, como tampoco la de los etarras, los racistas, los narcotraficantes, los especuladores financieros o los malversadores.

Me tranquilizaría saber, finalmente, que soy ciudadano de un estado aconfesional sin excepciones, ya que no laico. Que la religión y su estudio quedan confinados a la esfera de lo íntimo, de lo privado, de lo puramente personal. Que no ayudo a financiar con mis impuestos maquinarias supraestatales de poder e instituciones antidemocráticas, de comportamiento feudal y machista.

Pero no estoy ni a gusto, ni encantado, ni conforme, ni confiado, ni tranquilo ante esta ofensiva de la jerarquía católica española, destinada a alinear a los creyentes, sus primeras víctimas, con opciones de poder que refuercen las posiciones alcanzadas en estos ocho años de gobierno del Partido Popular, no sin colaboración de unos cuantos políticos que se dicen de izquierda, pero que saben bien dónde está el poder real, que no el reino de los cielos.

Eso sí, estoy esperanzado. Cada vez que la Conferencia Episcopal se pronuncia sobre un tema (o evita pronunciarse, como en el caso del terrorismo etarra), su esencia retrógrada queda más al desnudo. Cada vez que lanzan sus descalificaciones suman más ciudadanos al colectivo de los ofendidos por pensar y vivir alejados del dogma de sumisión y oscurantismo que proponen. Y si se esmeran, quizá lleguen a provocar esa protesta general que tanto ansío. Y ese sería el verdadero camino a la salvación.