Justo Vasco

Dobles perdedores

La solución, dicen también esos doctos especialistas, está en apretarse el cinturón, en adoptar duras medidas de saneamiento de la economía, del sector financiero público, de la legislación laboral y social.

Publicado originalmente el 17 de enero de 2002

Centenares, quizá miles de ancianos en Argentina, vuelven ahora sus ojos hacia la tierra natal, hacia la Asturias de la que partieron en los años cuarenta o cincuenta del recién terminado –y tristemente recordado, dirán nuestros descendientes en un par de siglos, si todavía entonces estudiaren la historia– siglo veinte. Miran hacia esta orilla del Cantábrico, con justificada desesperación. Carecen de ingresos, de vivienda propia, de seguridad social, de medicamentos… En el país que los acogió, que ellos hicieron suyo y que ayudaron a engrandecer, no queda, al parecer, ni futuro.

Veinticinco años lleva Argentina deslizándose cuesta abajo, dicen los analistas. Con gobiernos civiles y militares, con radicales y peronistas, con liberales y conservadores. Y la solución, dicen también esos doctos especialistas –los optimistas, los que todavía pueden imaginar una solución– está en apretarse el cinturón, en adoptar duras medidas de saneamiento de la economía, del sector financiero público, de la legislación laboral y social.

¿Y qué dice ese inmigrante asturiano, que dejó su país por razones políticas o económicas, huyendo de la represión, del hambre o de ambos? ¿Qué puede decir después de vivir tantas décadas en uno de los países más ricos del Nuevo Mundo y constatar que, al final del camino, lo espera el mismo desamparo del que escapó cuando comenzaba a vivir? Sólo que ya no le queda cinturón que apretarse. A algunos, ni siquiera cintura. Que su economía personal o familiar no es más que una pesadilla. Que sus finanzas han sido devoradas por un huracán de desgobierno globalizado, de medidas absurdas avaladas por sesudos economistas, por consejeros de instituciones aún más sesudas que ellos mismos. Que han llegado a la vejez viviendo en el dólar para regresar, irremisiblemente, a los céntimos de peseta de su adolescencia y juventud, a esas migajas que no sustentan un minuto de vida digna, ni aquí ni allá.

La respuesta no se ha hecho esperar. El gobierno regional aprueba fondos para pagar pasajes de vuelta. Ofrece pensiones a quienes se encuentran sumidos en la miseria. Promete plazas en residencias para la tercera edad para los que ya no tienen a nadie que pueda ocuparse de ellos. Se abren cuentas solidarias, a las que empresarios y financieros locales transferirán ayudas en metálico. Y, según vayan retornando, habrá más personas e instituciones que tenderán una mano a esos nuevos indianos, que vuelven a la patria querida no en patera, pero con menos esperanzas en su corazón que los más pesimistas de los magrebíes o subsaharianos que se juegan diariamente la vida en el estrecho.

Qué lástima que no se puedan aprobar partidas de veinte o treinta años para entregar a cada emigrante, para borrar de su memoria los constantes golpes militares, las payasadas de salvapatrias trasnochados, la represión, el robo descarado desde los escaños de un congreso o desde los sillones donde tanto presidente y tanto gobernador provincial han dilapidado el sudor y el esfuerzo de la gente: el tiempo –el implacable, el que pasó, diría Pablo Milanés– escapa a la voluntad humana, la obstaculiza, se contrapone a ella. Y en Argentina, como en muchos otros países de América Latina, ha jugado a favor de los corruptos y los represores.

Qué tristeza que no se pueda aprobar por ley una dosis caballuna de confianza en el porvenir. Para quienes han pedido regresar quizá no sea tan importante, pero qué magnífico regalo podrían dejarles a sus hijos y nietos argentinos, a sus amigos y compadres, que por haber nacido en el enorme y esquilmado país austral no tienen otro terruño de donde les llegue una mano solidaria. Pero la confianza es materia fungible, un bien perecedero que se agota a golpe de privaciones materiales y espirituales, y que por desgracia no se renueva al son de cacerolazos, aunque esa música logre espantar, por un instante, a los que han urdido tanta patraña.

Ojalá el tiempo y la confianza pudieran comprarse con ese cinco o seis por ciento de réditos que dejarán de percibir los accionistas de las empresas españolas inversoras en Argentina. Para gran parte de los ciudadanos de ese país, sería el cabo que se le lanza a quien se está ahogando. Y para nuestros viejitos asturianos, que no tienen más remedio que pedir un regreso a su tierra en condiciones de miseria, para esos emigrantes de la posguerra civil, sería quizá una mínima esperanza de creer que no han perdido dos veces.