Demasiado bien
Porque en cuestión de gastronomía, como en tantas cosas, estancarse es morir.
Publicado originalmente el 4 de enero de 2002
Oído al vuelo por la calle: “la comida del restaurante X es sensacional. Pero se van a hundir. Eso es para Madrid o Barcelona, no para Asturias”. Y oído a pocos metros del lugar donde estaba un restaurante libanés que tuvo que cerrar hace ya un par de años, cerca también del mejor restaurante mexicano que he probado en España, que abre sólo por las noches porque, según sus propietarios, los clientes no abundan. Eso, en una tierra donde comer fuera de casa es parte vital de las relaciones sociales, da que pensar. En Asturias, la insuficiente curiosidad y cultura gastronómica (una cosa da la otra, si falta curiosidad nunca habrá suficiente cultura) está hundiendo negocios, empobreciendo paladares y al menos cortándole un ala a esa gallina de los huevos de oro que podría ser el turismo.
Y es que decir que en Asturias se come bien es quedarse corto. Se come muy bien. Se come de maravilla. De hecho, por desgracia, se come demasiado bien. La mayor parte de los asturianos se dan por más que satisfechos con las excelencias de una crema de andariques, un pastel de oricios, una chopa a la sidra o un arroz con leche, por no mencionar la imprescindible fabada, el más depurado de todos los pucheros españoles, que cuando la sirven, digamos, como en Casa Gerardo o en el Gran Hotel Jovellanos, es como para que el más ateo vuelva a creer en un ser superior. Lo malo es que esta excelencia coarta el espíritu aventurero y mata la curiosidad. Si tuviera que hacer una estadística de andar por casa, diría que, de cada diez asturianos que conozco, sólo uno no haría muecas si le hablo de sushi, carpaccio o borsch, y eso probablemente por cortesía.
El emigrante asturiano siempre se llevó en la maleta sus gustos en el comer, y es natural, porque hay pocas nostalgias más crueles que las del estómago. Fue embajador en otros países de los productos y recetas de su tierra, y lo hizo con tal entusiasmo que llegó a imponerlas en muchos sitios, incluso en aquellos donde resultaban incoherentes. En La Habana, cuando yo era niño, el sueño gastronómico de la mitad de la población era una buena fabada (el de la otra mitad, un caldo gallego), y ponían los ojos en blanco al hablar de tales exquisiteces unas personas que difícilmente habrían podido ubicar Asturias en un mapa de España. Esas fabadas soñadas a pleno sol, cuarenta grados a la sombra, dan fe del entusiasmo de los emigrantes, y sin duda fueron causa de más de una apoplejía.
Pero cuando el emigrante vuelve, no trae en la maleta mangos, ni papayas, ni yuca, ni congrí, ni puerco asado, ni dulce de guayaba. Vuelve ansioso a su fabada. En los grandes supermercados cada vez hay más frutas exóticas (maduradas, eso sí, a golpe de cámara, que les hace flaco favor), y aunque el precio sea de vértigo se pueden comprar quinotos, tamarindos, setas chinas, obleas de pasta phyllo y chiles serranos. Pero parecen reservados a los nuevos emigrantes, a los que vienen a buscar en Asturias lo mismo que los asturianos buscaron antes en Cuba, Argentina o Alemania. Por lo general, los nativos del Principado se mantienen alejados de esos productos exóticos con una mezcla de respeto supersticioso y repugnancia. Como el niño caprichoso a la hora de comer, no los han probado, pero no les gustan.
La coexistencia de otras culturas gastronómicas no le puede hacer daño a cocina asturiana, que es mucha señora y no teme a la competencia. Más bien, el contraste y la variedad resaltarán sus virtudes y la pondrán en el lugar que le corresponde, el de gran dama, no el de hija única. En la cocina, el mestizaje bien entendido es un paso adelante, y cuando en las tablas de quesos sea habitual encontrar un reblochon al lado del cabrales, o en la carta de postres una tarta tatin al lado del arroz con leche, se habrán abierto nuevos caminos de exploración. Y esa coexistencia que reta al paladar, contribuye a crear una indefinible atmósfera, cosmopolita y local a la vez, que complementa el paisaje natural, da fe de la salud física y espiritual de los habitantes de la región y, por consiguiente, atrae con más fuerza al visitante extranjero.
La próxima vez que salga a comer o a cenar, elija un restaurante diferente, y del menú un plato que no conozca de nada. Elija una tienda donde sepan tratar los productos supuestamente exóticos y asesorarle acerca de ellos, y atrévase a meter en la cesta cosas que nunca ha probado. Descubra por qué en algunos países se utilizan las chalotas como aquí las cebollas, o las limas en lugar de limones. O lo que puede hacer una salsa de tamarindo con la magnífica carne asturiana. Porque en cuestión de gastronomía, como en tantas cosas, estancarse es morir.