Cuento de Navidad
Historias con final feliz, donde ganan los buenos, relatos de desgracias, donde la maldad impera hasta un segundo antes del súbito giro argumental, salpicado de beatitud, que restablece el bien y la justicia, en nombre del amor.
Publicado originalmente el 25 de diciembre de 2002
En estos días en que el espíritu navideños nos ataca por todos los flancos, no queda más remedio que buscar un medio eficaz para evitar que la marea azucarada nos ahogue. Un duende cuentacuentos sugiere que buscar alguna historia ejemplar, típica de esta época, podría servir de antídoto. Historias con final feliz, donde ganan los buenos, relatos de desgracias, donde la maldad impera hasta un segundo antes del súbito giro argumental, salpicado de beatitud, que restablece el bien y la justicia, en nombre del amor.
Pues vamos allá. Y cualquier parecido con noticias de estos días es pura coincidencia, y no tiene que ver con la amargura que me abruma cuando veo las noticias que vienen de las costas gallegas.
Érase una vez un país lejano, donde de vez en cuando había una sequía terrible. Los ríos desaparecían, la hierba se marchitaba, la tierra se resecaba hasta convertirse en polvo que era arrastrado por el viento. Los animales enflaquecían hasta disolverse en el aire polvoriento, y los habitantes de aquel país lejano se iban secando como pasas hasta que se convertían en tierra reseca primero, después en polvo y, finalmente, en una columna de cenizas arrastrada por los torbellinos.
Pero no siempre era así. A veces llovía, y durante cinco o diez años florecían los bosques, crecía la hierba, los animales engordaban y los ríos mojaban orillas llenas de juncos. Los sobrevivientes se sacudían el polvo del cabello, comían frutas de los árboles, bebían leche fresca y hasta se permitían algún que otro asadito después de darse un chapuzón en el río. Entonces, llenos de sangre nueva e ideas que creían nuevas, se dedicaban al deporte universal, esto es, a guerrear contra los vecinos, o quizá entre sí a falta de mejor contrincante.
En una ocasión la sequía fue excepcionalmente larga. Los ríos desaparecieron, la hierba se marchitó, etcétera… Tanto duró la sequía en aquel país lejano que hasta el viento se secó. Y entonces, los jefes de otras comarcas, de tierras ricas donde nunca faltaba el agua o los alimentos, comenzaron a alarmarse. Moría mucha gente en los últimos tiempos. Donde había sequía, de hambre. Donde había agua, de enfermedades o guerras. Y la clientela se reducía peligrosamente. ¿A quién venderían su armamento sofisticado, sus medicinas de última generación o sus alimentos en conserva?
Entonces decidieron salvar algo de aquel país lejano. Le prestarían comida, le llevarían nubes rebosantes de agua, todo a precios módicos. Ya pagarían los sobrevivientes cuando se sacudieran el polvo del cabello, comieran las frutas, etcétera, pero sin llegar al asadito, pues no había que exagerar. Las manos se levantaron del polvo, dispuestas a firmar aquellos papeles sin leer la letra pequeña, donde entre otras cosas se decía que aquella ayuda sólo podía llegar a manos de personas puras e inocentes, que no hubieran cometido ningún pecado y, sobre todo, que no le debieran dinero a nadie, lo que en aquella época se consideraba el colmo de la virtud. Todo estaba a punto de echar a andar, pero en ese momento se escuchó el feroz rugido del dragón.
Seamos precisos: no era EL dragón. Había muchos otros dragones, con más colas, con aliento flamígero de más temperatura. La particularidad de este dragón era que había comenzado siendo una lagartija más o menos rolliza y, con el tiempo y una dieta rica en otros reptiles, se había convertido en una gigantesca hidra nutricia, con tantas cabezas que nadie se atrevía a contarlas, y multitud de pechos ubérrimos de los que manaban alimentos: leche, chocolate, zumos, pastas… hasta comida para perros y gatos. Y la gente que quería mamar de aquellos pechos era bienvenida, siempre que pagara.
Según el dragón, en aquel país lejano le debían dinero. Bueno, no esa gente, sino sus tatarabuelos. O sus retatarabuelos. Daba lo mismo. Ahora eran ellos los que tenía que pagar. ¿Cómo? Pues soltando el billete. ¿Que se morían de hambre? Pues que vendieran sus propios huesos, como fertilizante. O para hacer peines, que a todo dragón que se respete le da lo mismo cómo cobrar.
Pero entonces, en aquellas tierras donde nunca falta la lluvia o los alimentos, la gente se enteró. Porque allí, además de los jefes, viven muchas personas, buenas en general, pero poco informadas, como en todas partes. Y la gente le dijo al dragón: ahora tendrás que comerte tu chocolate, que beberte tu leche, y alimenta bien a tus perros y tus gatos, pues si sigues exprimiendo a aquellos pobres que mueren de hambre, no acudiremos a tus pechos.
Y el dragón entendió que se había portado mal. Y sacó un paquete de leche en polvo, una tableta de chocolate y un tetrabrik de zumo, y se lo regaló, previo sorteo ante notario, a tres niños de aquel país lejano. Y colorín, colorao, este cuento se ha acabao con happy ending adosao.