Costumbres de antaño
¿Dónde hemos perdido la capacidad de debatir, de negociar, de poner las cartas sobre la mesa sin dar un puñetazo definitivo, sin acogotar al adversario antes de que haya podido abrir la boca?
Publicada originalmente el 17 de diciembre de 2003
Muchas frases hermosas y sentidas se han pronunciado en los últimos días durante la conmemoración del primer cuarto de siglo de la Constitución española. Discursos, mesas redondas, coloquios, tertulias, llenos todos de recuerdos, y en los que a veces se podía percibir una cierta añoranza de tiempos gloriosos y difíciles.
Y, para que los malpensados no se hagan la boca agua, no se trata de los tiempos en que todo, se decía, estaba atado y bien atado, sino de una época donde ante las amenazas reales y palpables, definidas en la frase “ruido de sables”, los políticos españoles de diferentes banderas, consideradas antagónicas e irreconciliables, se sentaron a discutir, a poner los argumentos sobre la mesa, a mirar la realidad de la sociedad en ebullición heredada del franquismo, y llegaron a conclusiones, concretadas en el texto constitucional que rige la vida de la nación desde que fuera aprobado por los ciudadanos.
De primar en aquellos momentos los hábitos políticos de ahora, tendríamos en La Moncloa a algún sucesor del sanguinario general, pequeño de alma y de principios pero grande en la venganza, el abuso, el expolio y la crueldad. Porque ante el poder del ejército, la policía política, los fanáticos de la ultraderecha y los nostálgicos de los juicios sumarísimos y los paredones de fusilamiento –que de todo eso había abundantes ejemplares en el ruedo ibérico en el año del Señor en que se acordó la carta magna-, poco podían valer las protestas de un pueblo desarmado y, en cierto sentido, desorientado tras casi cuarenta años de dictadura fascista.
Pero los políticos de entonces, que quizá acumulaban menos diplomas académicos que los de ahora, y no estaban habituados a compartir habanos con emperadores de ultramar, decidieron que el cambio era necesario, que los sables tendrían que callar sin otra alternativa, que las ideas no podían seguir siendo ilegales, y sin renunciar a sus más arraigados principios, lograron conciliar un documento de mínimos que garantizara las libertades de los ciudadanos y que dejara bien claro que la soberanía de la nación residía en el pueblo y nada más que en el pueblo.
¿Dónde hemos perdido la capacidad de debatir, de negociar, de poner las cartas sobre la mesa sin dar un puñetazo definitivo, sin acogotar al adversario antes de que haya podido abrir la boca? Si en 1978 los negociadores hubieran adoptado las maneras de Aznar y su vocero Zaplana, el Partido Comunista aún estaría ilegalizado, los partidos nacionalistas estarían en el exilio junto con buena parte del socialismo ibérico, y no habría tropas españolas en Irak o Kosovo, porque el gobierno las necesitaría para seguir reprimiendo a todo el que pensara de manera diferente.
¿Exagero? No lo creo. Un gobierno que aprovecha la mayoría absoluta en el parlamento para meter a hurtadillas las últimas reformas al código penal (por cierto, bastante parecidas a las que utilizan otros gobernantes no tan democráticos ni representativos para legalizar la represión a sus adversarios políticos), que acusa a las demás fuerzas políticas de subvertir la nación y desestabilizar el estado ante cualquier propuesta de reforma constitucional o de cambios estatutarios, en 1978 no se hubiera enfrentado al ruido de los sables. Lo habría alentado o, peor, lo habría utilizado para defender el pensamiento único e inmovilista que lo caracteriza.
Los defensores de las libertades no dejan de decir que en un estado de derecho es válida la defensa de cualquier idea siempre que se haga por medios legales, sin apelar a la violencia. La defensa de cualquier idea, no la imposición de cualquier idea. Y que sólo el debate es el camino válido para cambiar las estructuras vigentes. Pero cuando se criminaliza todo pensamiento que se aparta de la doctrina oficial, cuando se intenta sacralizar la Constitución para convertirla en una reliquia congelada en el tiempo, cuando se aprueban leyes que impiden el debate en otros ámbitos que no sean los que controla la mayoría absoluta, es difícil que los ciudadanos, sobre todo los más jóvenes, se tomen en serio la política.
Hace año y medio, cuando la convocatoria a la huelga general, le aconsejé a Aznar que tomara lecciones de su colega Fidel Castro para evitar huelgas y protestas. Desde hace unos meses, el gobierno del PP utiliza métodos similares a los que ha empleado el obsoleto comandante para impedir, por ejemplo, que el Proyecto Varela sea debatido por la población del país. Por suerte, carece del poder omnímodo tan caro al obsoleto comandante en jefe de La Habana. En caso contrario, qué mal la íbamos a pasar
Qué mala pata, para una vez que me hacen caso…