Cortina de humo
Los trabajadores españoles reciben salarios inferiores a los de sus colegas de estos países o de Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Suecia o Finlandia, a veces hasta en un 50%, y sin embargo, desde la introducción del euro, lo que pagan por gran parte de los productos y servicios que adquieren es prácticamente igual al resto de la Unión.
Publicado originalmente el 7 de octubre de 2003
En los últimos tiempos, a José María Aznar le ha dado por llevar sus maneras hoscas y su burda ironía a la arena internacional, en especial a los cónclaves de la Unión Europea. A Estados Unidos, no, por supuesto. Con toda seguridad, su corazón se estremece de ternura al recordar aquella velada con el Emperador del Occidente uno, grande y libre, con un puro entre los labios y los pies cruzados sobre una mesa. Desde ese momento, su actitud nos dice que se considera a sí mismo una prolongación de Bush.
Y probablemente lo sea, pero más bien en plan de hemorroide que de otra parte viril. Y como auténtico incordio -¿qué hemorroide no lo es?-, pretende dictarle al resto de Europa sus condiciones para no vetar el texto de la próxima constitución de la UE. Digo al resto de Europa, pues ni siquiera su colega Berlusconi lo secunda en todas sus iniciativas. España, acompañada de Polonia, reeditaron en Roma recientemente su matrimonio en la zona central iraquí, pero esta vez bajo mando ibérico, para oponerse a la nueva distribución de poder que ha sido apoyada por todos los demás, incluyendo entre los que no pretenden darle a los países medianos ni un voto más de los que les corresponden por población al amiguísimo Tony Blair.
Que se alegre Aznar. Si fueran a darle los votos por el peso de su economía en la UE, probablemente recibiría menos que los propuestos. Porque aunque la burbuja inmobiliaria siga creciendo, aunque los ministros peperos se jacten de haber creado cuatro millones de empleos –de los cuales quizá un millón sean reales y otros tres virtuales, léase puestos de trabajo basura por algunos meses, que aparecen contados varias veces en esta aritmética truquera-, España sigue sin ser Francia, Alemania, Reino Unido o Italia. Los trabajadores españoles reciben salarios inferiores a los de sus colegas de estos países o de Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Suecia o Finlandia, a veces hasta en un 50%, y sin embargo, desde la introducción del euro, lo que pagan por gran parte de los productos y servicios que adquieren es prácticamente igual al resto de la Unión. No en balde es imposible encontrar una tienda en Francia, digamos, que en tiempo de saldos anuncie: “Más barato que en España”.
Se oye mucho el argumento de que en España se vive ahora mejor que en cualquier otro momento de su historia. Parece ser una gran verdad, pero no significa que el español viva mejor que los ciudadanos de los países antes mencionados. Se trata solo del testimonio de lo mal que se ha vivido en España a lo largo de su existencia como nación, hasta finales del segundo milenio. En ocasiones, peor que en las zonas de clase media de América Latina. De ahí la sorpresa por poder acceder a un consumo y un bienestar vedado para los españoles de a pie durante siglos.
Una de las discrepancias más señaladas entre España y Polonia por una parte, y el resto de la Unión –miembros actuales y futuros-, es la mención al papel del cristianismo en la historia europea dentro de la futura constitución que ahora se discute. No es casualidad que en ambos países la Iglesia católica disfrute de enormes privilegios, algunos de ellos claramente inconstitucionales en España, donde el laicismo de la carta magna es papel mojado en muchos sentidos, por ejemplo en la enseñanza pública.
La prensa hace hincapié en el fragmento del artículo 51 del proyecto de carta magna europea que menciona la importancia de la herencia cristiana o judeo-cristiana en la formación de la Europa moderna. Pero, atención, eso no es más que una cortina de humo. La esencia del artículo 51 no es la historia o la fe, sino el reconocimiento de los privilegios, tanto financieros como políticos, de que disfrutan las iglesias cristianas, sobre todo la católica, en varios países de Europa, y su aprobación las colocaría en un nicho especial, por encima de las leyes y regulaciones que ciudadanos, instituciones y estados miembros se ven obligados a cumplir. Y le permitiría entrometerse en los procesos políticos nacionales y comunitarios sin respetar el carácter laico de la UE.
Y es que, a mi entender, es precisamente ese carácter laico y su comprensión como el fundamento sobre el cual podía erigirse el estado, y a continuación una unión de estados, lo que hizo que Europa dejara de organizar e iniciar carnicerías mundiales. No es que nuestro continente fuera más salvaje que los demás, pero sí más eficaz a la hora de aniquilar naciones enteras. Además, a la cultura musulmana le deben los europeos, en buena parte, la conservación del legado filosófico grecolatino a pesar de las tinieblas de la Edad Media que dominó este continente.
No nos engañemos: esos aparatos de poder (y no de fe) que se llaman “Iglesia”, con mayúscula, y la católica en particular, lo que persiguen es que quede registrado en la futura constitución europea el status quo marcado por varios concordatos, firmados a lo largo del pasado siglo por hombres tan amantes del prójimo como Franco, Mussolini y Hitler, y cuya esencia no ha sido alterada por documentos posteriores.
Europa comenzó a ser para los hombres cuando sus gobernantes dejaron de creerse elegidos de Dios. No permitamos esa marcha atrás de la civilización, o podremos volver a edades de tinieblas. Si no lo creen, vayan a vivir unos años al cinturón bíblico en Estados Unidos. Y después, si han logrado salvar alguna neurona y la capacidad de hablar sin rezar continuamente, cuenten qué tal les fue.