Justo Vasco

Balseros

Me gustaría que “Balseros”, protagonizado por personas que arriesgaron su vida en busca de un sueño, tuviera su recompensa en la ceremonia de los Oscar, que no es más que el sueño supremo de los fabricantes de sueños.

Publicada originalmente el 25 de febrero de 2004

Esta semana sobran temas para tratar en una columna de opinión. Dentro y fuera de España han ocurrido sucesos de diversa índole que merecerían un comentario: desde el terremoto en Marruecos, letal para cientos de personas y salvador para el inefable Trillo, hasta el triunfo de los clérigos conservadores en Irán, pasando por las maniobras preelectorales de Putin y la guerra civil en Haití, hay para todos los gustos, sobre todo para los más macabros. Y en el ruedo ibérico, los dislates e injurias vertidos a granel por dirigentes peperos de todos los niveles logran que nos olvidemos por un instante de los sesudos consejos de la Conferencia Episcopal y de la repetición casi diaria de feroces actos de violencia contra las mujeres.

Pero hoy la nostalgia me pide comentar un magnífico documental realizado por cineastas catalanes, que narra una de las tragedias más grandes de mi país natal: la saga de los balseros que intentan cruzar el Canal de La Florida sobre cualquier cosa que flote, en busca de nuevos horizontes y de eso que se denomina “el sueño americano”, cuya definición concreta nadie ha logrado enunciar aún de manera plena y convincente, aunque todos parecen saber de qué se trata.

La película “Balseros” es una de las cinco obras que optan por el Oscar en la categoría de largometrajes documentales. En dos horas de duración, los realizadores siguen la vida de siete familias cubanas, desde la locura inicial del éxodo en 1994, cuando como medida de intimidación al gobierno norteamericano por su aplicación de leyes migratorias que estimulaban la salida ilegal de Cuba, Fidel Castro decidió no poner obstáculo alguno a la huida multitudinaria de quienes quisieran abandonar el país a bordo de todo tipo de embarcaciones, la mayoría de ellas de construcción casera.

La cámara implacable sigue las aventuras y desventuras de los audaces navegantes por diferentes escenarios. Recoge la euforia de los improvisados constructores navales, la indiferencia de las autoridades de la isla ante la multitud de personas, niños incluidos, que se lanzaban al mar flotando sobre cualquier cosa, la actividad de los guardacostas estadounidenses que recogían en alta mar a los sobrevivientes, los campamentos de reclusión y clasificación en la base naval de Guantánamo, el añorado viaje a territorio de los Estados Unidos, el recibimiento, la ayuda de diversas organizaciones sociales y religiosas y, lo más complicado, la vida de los protagonistas en un país donde, como dice uno de ellos, “cada cual se ocupa de sus problemas, y no hay tiempo para ocuparse de los problemas de los demás”.

Este seguimiento, que llega hasta el año 2001, no olvida a las familias, a los que quedaron en la isla, a los familiares que no pudieron partir en aquella estampida muchas veces suicida, a los que nunca pensaron emigrar pero ayudaron a los que se fueron y siguen preocupándose por ellos. Al final, el recuento se parece al de cualquier otro éxodo masivo: hijos sin padre, seres humanos que, una vez perdidas las raíces no logran afincarse en el país de acogida, emigrantes que logran hacer verdad sus sueños, familias rotas unas veces, reunidas y felices otras, personas pacíficas, comunes y corrientes, a quienes la vida empuja al delito, a las drogas duras o al fanatismo religioso, exiliados de última hora que buscan ansiosos a los que les precedieron.

Son pocos los documentales como este, realizado con un enorme respeto hacia sus protagonistas a uno y otro lado del Canal de la Florida. Y son pocos los cineastas como Carlos Bosch y Josep María Domenech, que han sabido valorar el dolor de la emigración y la dignidad de los que esperan noticias del emigrado sin apelar al amarillismo o al sentimentalismo fácil.

Por ello, me gustaría que “Balseros”, protagonizado por personas que arriesgaron su vida en busca de un sueño, tuviera su recompensa en la ceremonia de los Oscar, que no es más que el sueño supremo de los fabricantes de sueños. Y que de esa manera volviera a las pantallas y a la atención del público (y quizá a su corazón) la trágica historia de millones de personas que, sin duda alguna, merecen un destino mejor en su propia tierra que los caprichos paternalistas de un dictador anciano y mesías frustrado, alimentados muchas veces por las políticas obtusas del imperio del Norte.