Justo Vasco

A dos metros bajo tierra

La siniestralidad laboral no puede ser sólo un tema cómodo para lanzar a la cara del adversario en campañas electorales. Estamos hablando de vidas humanas, de ilusiones, de hijos que crecen con la aspiración de que el sacrificio de sus mal pagados padres tenga algún significado.

Publicada originalmente el 24 de diciembre de 2003

No, no estamos hablando de la genial serie televisiva norteamericana que ofrece uno de los canales de la televisión por cable, aunque nos referimos a lo mismo, al lugar donde descansamos cuando el recorrido vital llega a su fin.

Qué mal gusto, dirán, este hombre hablando de la muerte en estos días de fiesta, en estos días llenos de buenos propósitos para el futuro y de tareas que nos vamos a plantear para el nuevo año, a fin de que nuestra felicidad sea más completa. Bueno, les doy la razón, y pediría perdón por echarles a perder la digestión de las copiosas comidas y cenas navideñas si sirviera para algo.

Pero habituado como estoy a hurgar en los rincones oscuros de la realidad, esos que nos acompañan cada vez con más fuerza por mucho que intentemos mirar hacia otro lado, no puedo pasar por alto el constante goteo de noticias sobre accidentes laborales con resultado de muerte o invalidez. Me pongo en el lugar de los familiares y me doy cuenta de que, para ellos, por muchos años, la Navidad carecerá de sentido, será una fecha luctuosa, los días en los que se conmemora otro aniversario de la pérdida de un ser querido.

Hoy en Galicia, ayer en Andalucía, mañana quizá en Asturias o en Cataluña. No tiene sentido tratar de adivinar que región española será “agraciada” por esa pedrea de fallecimientos debidos, básicamente, a la negligencia y el desprecio por la vida de los que producen los bienes materiales. Las estadísticas hablan de cuatro muertos diarios por accidentes laborales, así que sólo es cosa de esperar a que ocurra en nuestra comunidad autónoma, nuestra provincia, nuestra ciudad o nuestro barrio. Que inevitablemente ocurrirá.

Que los propios trabajadores tienen una parte de la responsabilidad es innegable. Pero no porque se nieguen a trabajar en condiciones de inseguridad, pues eso significaría perder el puesto de trabajo y, con toda probabilidad, ser incluido en una lista negra de quejicas y no conseguir ni siquiera el peor de los contratos basura en la zona. Son responsables por haber permitido que los sindicatos se conviertan en máquinas para dar brillo a los zapatos de tantos y tantos empresarios, en aparatos burocráticos que protestan sólo cuando el desastre clama a los ojos de ese dios al que tantos españoles aseguran adorar. Son responsables por no exigir, con sus votos, que los señores elegidos para los parlamentos, diputaciones y ayuntamientos se tomen en serio esta masacre a cámara lenta. Son responsables por no manifestar, con toda la fuerza que una vez tuvo la clase obrera, su repulsa ante los jueces que, con la mirada puesta en el papel y no en la sociedad o en las personas, los declaran culpables de no renunciar al pedazo de pan –a ese mismo que está garantizado por la sacrosanta e intocable Constitución de 1978 en su artículo 35-, impidiendo de esa manera que la justicia caiga sobre empleadores que se niegan a cumplir la ley.

Pero si esos trabajadores son inmigrantes, con o sin papeles, ya no podemos hablar de responsabilidad, de la misma manera que los que recolectaban algodón en las plantaciones del sur de los Estados Unidos antes de la Guerra de Secesión, o cortaban caña de azúcar en las plantaciones de la siempre fiel Isla de Cuba por la misma época, pudieran ser responsables de otra cosa que no fuera morirse antes de tiempo, impidiendo de esa manera que los amos amorticen su inversión. Y duele constatar que en esta Asturias nuestra, en cuya historia la emigración económica juega un papel protagónico a lo largo de los últimos ciento cincuenta años, está creciendo una casta de negreros postindustriales que exprime a los que han llegado aquí con sus esperanzas como único bagaje.

La siniestralidad laboral no puede ser sólo un tema cómodo para lanzar a la cara del adversario en campañas electorales. Estamos hablando de vidas humanas, de ilusiones, de hijos que crecen con la aspiración de que el sacrificio de sus mal pagados padres tenga algún significado. El ciudadano que sale a cumplir su jornada laboral no puede comenzar el día con las mismas preocupaciones que el soldado que protege su trinchera en el frente.

Pero, si sacamos cuentas, vemos que en España es más peligroso ser obrero de la construcción, del transporte o de la mina que cumplir como militar en un conflicto armado de mediana intensidad. Las cifras son más elocuentes que los discursos y, por supuesto, muchísimo más que los silencios con los que la sociedad intenta no enterarse de lo que pasa en sus propias narices, sobre todo en días como estos, llenos de risas y banquetes, donde las lágrimas parecen fuera de lugar.